La aprobación como monarca a los pocos meses de haber asumido el reino ya no era la misma, la gente se daba cuenta de sus gastos excesivos y del alza indiscriminada de impuestos para compensar su vida llena de lujos, excesos y mujeres. Incluso los más allegados a él le hacían ver que pronto se podría formar una revuelta en el pueblo, por la manera en que estaba reinando. “Soy el rey. Mi palabra es ley y no tengo a nadie en este mundo a quien rendir cuentas. Si este puñado de campesinos no están conformes con lo que tienen, pues, que se les quite lo que tiene y que sea ejecutado” –dijo con soberbia. “Se hará como usted diga Su Majestad” –respondieron los consejeros reales ante las palabras del rey. Una mañana caminando por los jardines del palacio sonrió con satisfacción y mandó a buscar al escribano real para que redactara un edicto: “Yo, Ricardo, vuestro rey, anuncio que a partir de ahora toda mujer que se acerque a mí, llevada por un interés diferente al amor, será castigada. Ningún hombre o mujer osarán atraer mi atención con ánimo de engañarme o aprovecharse de la situación” –rezaba el edicto. Los consejeros y su madre le hablaron del desatino de semejante escrito. Necesitaba una esposa que le diera herederos, pero él les ignoró con amenazas. “¿A caso olvidáis que soy yo el rey? No me hagáis enojar, ya que pagareis las consecuencias de vuestra falta de respeto” –les dijo amenazantes.
A pesar del temor de las doncellas, algunos nobles no dudaron en seguir ofreciendo a sus hijas, lo que en cierta forma complacía al rey, pero al ver que solo era por el interés de conseguir algún favor de parte de la corona, las doncellas eran encerradas en las mazmorras del palacio después de ser usadas por él y sometida a las crueles torturas por parte del verdugo real. Ricardo observaba con detenimiento como eran azotadas e incluso ultrajadas salvajemente por los carceleros. Ser testigo privilegiado de aquellas dantescas escenas para él resultaba en un placer delirante que lo hacía perder el control de sus emociones y lo llevaba a unirse a tales flagelos con el fin de obtener placer. Una noche, en el comedor real, una de las doncellas que estaba sirviendo en la mesa, involuntariamente lo miró. El rey al darse cuenta de esto, golpea la mesa y se levanta de la silla gritando: “¿Me habéis mirado?” –preguntó dirigiéndose a una chica de cabello largo. “Señor, yo…” –musitó con nerviosismo la joven. “¿Cómo os llamáis?” –le preguntó con odio en sus palabras. “Claudia, Su Majestad” –respondió la asustada joven. “¿Por qué me miráis? ¿Me deseáis acaso?” –pregunta Ricardo ofuscado. “Yo, mi Señor, no era mi intención…” –dijo la muchacha, para después guardar silencio. “Además, sois una cobarde. ¡Guardias prendedla y dadle doce azotes!” –ordenó con odio el rey. “Su Majestad, ¿la llevamos a las mazmorras?” –preguntó uno de los guardias. “No, atadla a la viga del techo y castigadla aquí mismo en mi presencia” –le ordenó.
Uno de los guardias corrió en busca de una cuerda y un látigo, la orden del rey debía ser cumplida tal como él lo demandaba. “Señor, por favor, perdonadme si os he ofendido” –suplicaba la criada. El rey se acercó y la abofeteó, obligándola a guardar silencio. “No os he dicho que habléis. Callad o haré que os corten la lengua” –sentenció el rey. El silencio entre los comensales era sepulcral, no daban crédito a lo que veían y oían. Jamás llegaron a pensar en lo despiadado que sería el rey con tal de que su palabra se cumpliera. El guardia regresó con la cuerda y el látigo, y con ayuda de su compañero ató las muñecas de la mujer, pasando la cuerda por la viga, levantó los brazos de la víctima hasta que su cuerpo quedó casi suspendido. Luego, tirando del vestido, lo rasgó desnudando a la muchacha de cintura para arriba. Las tetas colgaban de manera sensual, haciendo que la escena se llenara de morbo. El rey se acercó y mientras le miraba a los ojos tomó uno de los pezones de la desventurada criada, y apretó. “Su Majestad, me duele” –dijo la chica después de dar un grito de dolor y con lágrimas en los ojos por la súbita agresión. Ricardo sonrió de manera perversa y ordenó: “¡Empezad!”. Uno de los guardias colocó el cabello de la joven sobre su hombro dejando el camino libre. El guardia que sostenía el látigo se tomó unos segundos para calibrar la distancia y descargó el primer azote en la espalda de la mujer. “¡Ay!” –gritó la mujer mientras se retorcía de dolor. “Dos” –dijo golpeando de nuevo. Cada diez segundos el cuero mordía a espalda de la víctima indefensa, haciendo que se retorciera de dolor.
Cada diez segundos el cuero mordía la espalda de la víctima indefensa haciéndola retorcerse de dolor. Uno a uno los latigazos dejaban marcas en su piel. De pronto, el guardia dijo: “Nueve”. La tortura ya estaba llegando al final. Claudia jadeaba y sollozaba por el dolor, su cuerpo era cubierto por el sudor, haciendo que sus heridas ardieran mucho más. “¡Por favor, parad!” –rogó la chica sollozando. El rey levantó la mano y el guardia se detuvo. “¿Crees que voy a parar? Soy el que manda y mi palabra es ley” –dijo Ricardo con desprecio. La muchacha, con la cara llena de lágrimas, se disculpó. Entendió en ese momento que la libertad de su cuerpo había sido quitada y estaba sometida a la voluntad de un hombre que haría cualquier cosa por ser respetado por aquellos detractores que deseaban verlo caer. “¡Desnudadla por completo!” –ordenó el rey. El guardia obedeció a su rey y le quitó el vestido dejándola desnuda ante los presentes. Ricardo contempló el culo de la joven, que había sido bien disimulado por la ropa ancha que vestía. Aquello lo excitaba y despertaba la perversión. “Claudia, tenéis un culo demasiado bonito. Seguro que habéis atraído a más de un indefenso varón con él” –decía el lascivo monarca mientras acariciaba las nalgas de la chica. “Mi Señor, ¡por favor! ¡Tenga piedad!” –gimoteó la humillada joven. Lejos de mostrar piedad, el excitado rey siguió con el perverso recorrido de sus manos en las nalgas de Claudia, incluso su dedo medio jugaba en el agujero de la muchacha, haciéndola llorar y suplicar con más fuerza. “¡Seguid! ¡Azotad su culo!” –ordenó Ricardo. La mujer intentó contraer sus nalgas para mitigar el escozor, mientras recibía el impacto del látigo. Por más que lo intentaba cada golpe era más intenso. “¡Diez!” –gritó el guardia. Sin tiempo de recuperarse llegó el nuevo azote. “¡Once!” –se escuchó.
Claudia, ante el dolor de los azotes tembló y perdió el control del esfínter, orinándose encima. “¡Sois una sucia mujerzuela!” –le dice el rey viendo como la orina corre por los muslos de la chica haciendo un charco en el piso. A las lágrimas de dolor se unió la vergüenza, la muchacha no podía articular palabra. “¡Doce!” –se escuchó por el comedor, lo que significó en los presentes en final de aquel dantesco espectáculo. El látigo dejó una última marca roja en los glúteos, incluso con hilos de sangre. Claudia no sabía que el sadismo del rey iba mucho más allá de unos simples azotes. Mandó que la desataran, ella cayó al piso sin fuerzas. El rey se acercó a la mujer y le dijo: “¡Miradme!”. La muchacha, casi sin fuerzas lo miró. “Siento haberos ofendido Señor, no era mi intención” –le dice Claudia, buscando un poco de bondad en el corazón del rey, sin encontrarla. Mandó que quienes estaban con él en el comedor fueran sacados y que llevaran a Claudia a sus aposentos, aún no había terminado con ella. La gente fue retirada por los guardias reales y sacadas del palacio, Claudia era atada y conducida a los aposentos del rey. Por más que lloraba y suplicaba no era escuchada por esos hombres, ellos obedecían solo la voz del monarca y de nadie más. El rey no perdió el tiempo, se iba deleitando en las magulladas nalgas de la chica, cuando llegaron a su habitación, les dice a los guardias que la desaten y que cierren la puerta. La puerta se cerró y dos de los guardias se quedaron como centinelas, uno a cada lado para proteger la integridad del rey. Doncella y monarca, a solas, guardaron silencio. Ricardo le señaló la cama, la mujer le observó con algo de temor, pero no tenía más remedio que obedecer. “Acostaos boca abajo” –ordenó el rey. La recién azotada obedeció y su cuerpo desnudo, con marcas quedó expuesto sobre la cama real. “¡Sois una mujerzuela!” –le dice Ricardo. “Mi Señor, no soy de ese tipo de mujeres, no fue mi intención que usted pensara eso, solo fue un reflejo el mirarlo, pero no lo hice de ninguna otra forma” –se excusó la chica. “Eso lo dices ahora, pero en tus ojos se notaba la lujuria” –le dice el rey. “Mi Señor, usted es el rey, su palabra es ley, por lo que acepto lo que usted dice, aunque en el fondo de mi ser yo sé la verdad” –le dice Claudia. “¡Callad mujerzuela!” –dijo el rey y empezó a acariciar las nalgas de la criada, una mezcla de dolor y repulsión recorrió el cuerpo de Claudia. “Sois una atrevida, ¿te atrevéis a cuestionar mis palabras?” –dice el rey. La mujer solo guardó silencio y dejó que el morboso rey siguiera tocándola con libertad.
Ahora el rey ebrio de lujuria la metió sus manos por debajo de su abdomen y levantó las caderas de Claudia. Ahora su culo y su vagina están expuestos a los morbosos deseos de ese monarca sediento de lujuria. Sin pensarlo dos veces, Ricardo metió uno de sus dedos en la vagina de la muchacha, la que se retorció por un intenso dolor. “Por favor Su Majestad, no me haga este mal. Azóteme hasta que ya no me pueda mover, pero no me haga sentir como la más sucias de las mujerzuelas del reino” –le dice entre sollozos Claudia. El rey se rio de la consternación de la criada y siguió con esa intrusión no deseada, incluyendo otro de sus dedos, lo que hizo más intenso el dolor de la muchacha. Ricardo se quitó la ropa y se colocó detrás de Claudia, se tomó de las turgentes caderas de la chica y sin decir nada la embistió con fuerza. Un grito agónico de la chica salió de sus labios y el rey solo se rio del dolor que sentía la muchacha en ese momento. “Las mujerzuelas del reino gritan y gimen cuando son cogidas, y tú estás demostrando que eres una más de ellas” –le dice con desprecio el rey. Entre más luchaba Claudia, más salvaje eran las embestidas del rey, el cuerpo de la chica se deslizaba encima de la cama en un vaivén delirante, sus tetas se arrastraban sobre la ropa de cama y ya pronto ese dolor del principio se transformaba en placer, los alaridos que salían de su boca ya no eran de dolor, sino que transformaron en jadeos de lujuria y deseo.
Claudia no sabía si era resignación o de verdad estaba disfrutando de como el morboso rey se la cogía, cerraba sus ojos y sentía como el miembro del monarca invadía su vagina. Era tanto el placer que se mezclaba con el dolor de sus nalgas maltratadas, lo que hacía más intensa la forma en que Ricardo se la metía. Sin darse cuenta Claudia seguía el ritmo de las frenéticas embestidas de Ricardo, quien con más fuerza se aferraba a sus caderas y empujaba con fuerza. La saliva escurria por la boca de la chica y sus jadeos se escuchaban hasta el pasillo donde estaba la guardia real custodiando la privacidad del rey, era como si la muchacha inocente y timorata haya quedado atrás, para darle paso a la más sucia de las mujerzuelas del reino. “¡Por favor mi Señor! Ah, me gusta como lo hace” –le decía ella ahora ya entregada por completo a los perversos demonios del monarca. El rey la nalgueaba, lo que provocaba un escozor delicioso en sus nalgas. “¡Sigue moviéndote sucia mujerzuela!” –dice el rey, mientras la chica seguía el ritmo despiadado y lujurioso de ese joven hombre que la poseía por completo. Ambos estaban entregados a los brazos del deseo y la perversión, no fue problema para Ricardo acomodar su verga en el ano de Claudia y meterla despacio. Al sentir esa ruin invasión, la muchacha dio un alarido que no detuvo al rey, sino que lo hizo seguir esa pervertida faena. Cuando el rey tuvo entera la verga dentro del culo de la muchacha, empezó a moverse suavemente, para luego ir aumentando la intensidad. “¡Me duele mi Señor!” –decía Claudia, pero aguantó ese dolor hasta que lo disfrutó por completo. La respiración del rey se hacía más agitada y se unía a los jadeos incesantes de Claudia. “¡Ah, mi Señor! ¡Me tiene vuelta loca de placer!” –decía entre jadeos la muchacha. Ricardo incrementaba el vigor de sus embestidas al punto de bufar como un semental en celo. Claudia se retorcía del placer, su culo se dilataba en cada embestida, ya la verga del rey no tenía obstáculos para entrar y salir con facilidad, eso enloquecía al monarca, ver como la simple criada le estaba dando tanto placer con su agujero más estrecho.
Ambos estaban al borde del colapso placentero, la primera en ceder fue Claudia, quien entre gemidos y gritos se entregó al más prohibido de los placeres. A los siguientes minutos, el rey estaba eyaculando en el culo de Claudia, en ese momento fue como si sus fuerzas lo abandonaron y acabó con fuerza, quedando exhausto y rendido en la espalda de aquella criada. Los jadeos del monarca eran agónicos, tal como los de Claudia. Una vez terminado el pecaminoso acto, el rey llamó a sus guardias apostados en la puerta, ordenaron que llevaran a Claudia a las mazmorras y la pusieran en el cepo. Los guardias hicieron tal como se les había mandado, exhibiendo el abusado y magullado cuerpo de la doncella. Al llegar, el verdugo la puso en el cepo, quedando atrapada de manos y cuello, de igual forma puso un par de grilletes en sus tobillos, quedando inmovilizada por completo. El cansancio hacia que sus piernas temblaran y sus ojos se cerraran, pero el carcelero no le daría el placer de dormir, cada vez que pasaba por el lado de la chica él azotaba sus nalgas con una delgada vara que la quemaba como un trozo de hierro al rojo vivo. A la mañana siguiente el rey bajo hasta las mazmorras del palacio para ver si su orden se había cumplido. Al observar el estado de Claudia en el cepo y las nuevas marcas que sus nalgas tenían sonrió satisfecho. “¿Veo que has estado cómoda?” –preguntó el rey con sarcasmo. La muchacha guardó silencio, su cabeza estaba mirando al piso. Una sonrisa maliciosa se dibujó en el rostro de lujurioso y pervertido rey, sin siquiera dudarlo poseyó su culo con la fuerza de un animal en brama. En medio de los gritos de dolor de Claudia se escuchan las risas burlonas de los guardias que observaban el espectáculo. El morboso monarca se aferraba con fuerzas de las caderas de la chica y la embestía con fuerza, no importaban las suplicas de la muchacha ni la lujuriosa mirada de los guardias, solo le importaba saciar su voraz apetito sexual con la desventurada muchacha.
Las piernas de Claudia temblaban pero ella se intentaba mantener firme, no quería demostrar debilidad, aunque sus gritos demostraban lo vulnerable que era ante aquel hombre que había decidido tomarla por la fuerza. Al fin el rey sintió que su semen se descargó en el ano de su presa y soltó un suspiro de alivio. Dio instrucciones al verdugo de dejarla en cepo por unas horas más, después que la llevaran a sus aposentos. La orden se cumplió al pie de la letra, fue llevada a los aposentos del rey, donde era esperada por una de las doncellas, encima de la cama había un pomposo vestido con el que fue vestida y presentada ante el rey. Al verla Ricardo sonrió con lujuria y dijo: “Desde hoy serás mi consorte real. Te usaré cuando yo quiera y de la manera que quiera”. Claudia bajó su mirada y asintió, sabía que no podía negarse ante tal proclamación, así que con resignación aceptó. Ricardo entregó una lista de condiciones, en las que se incluían ser castigada en caso de que él estimara que lo había desobedecido, atarla con cuerdas y cadenas, también ser azotada con varas y látigos. También, Claudia no podía negarse a ser cogida de todas las formas que el rey deseara, siempre debía estar dispuesta a complacerlo. Despues de entregar sus condiciones, hizo que la muchacha se arrodillara ante él, lo que Claudia hizo. “¿Estás de acuerdo?” –preguntó, aunque era una pregunta que tenía una sola respuesta. La muchacha dijo: “Sí, Su majestad”.
Los testigos de esa forzosa entrega aplaudieron y gritaron de júbilo en el palacio. Hubieron días de fiesta en el reino, muchos se los nobles se aprovecharon de muchas de las doncellas, más que fiesta fue una orgia desencadenada en pos de ese morbo que corría por las venas del monarca. Ya han pasado un par de años desde ese día y Ricardo sigue reinando, a su lado sigue Claudia como su esclava sexual y reina consorte, la que ya se había acostumbrado a esa vida y a los lujos que tenía acceso por ser una mujerzuela complaciente.
Pasiones Prohibidas ®
Waooo que exquisito relato cada letra de nota placer tan grande me encantó mucho Caballero
ResponderBorrarMe encantó este relato. El como dominar y entregarse por completo al placer y la agonía
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