martes, 3 de septiembre de 2024

15. El convento de San Antonio

 

Esta historia comienza una mañana de verano en El convento de San Antonio, las monjitas Sor María y Sor Teresa colaboraban con la limpieza del convento, al llegar cerca de la celda de la Madre Superiora un murmullo llamó su atención, se acercaron en silencio y contemplaron algo que las dejó perplejas, la Madre Superiora se encontraba de rodillas con el hábito hasta la cintura siendo penetrada por el culo por Juan, el peón del establo, un joven de unos 25 años. La madre superiora una mujer de 55 años, contestaba con fuertes empellones las embestidas del joven, sus nalgas se movían al compás de un ritmo frenético, mientras jadeaba y balbuceaba palabras obscenas, inimaginables en la boca de una religiosa. La escena las dejó sin habla, no podían creer lo que estaban presenciando, no creían que la Madre Superiora hiciera esas cosas en secreto, siempre fue una religiosa apegada a la tradición y siempre les hablaba de la pureza del celibato y la castidad. Ahora al menos ante los ojos de esas dos inocentes y crédulas monjas se había convertido en todo aquello que decía detestar, además de estar cometiendo el pecado de fornicación, se la estaban metiendo por el culo. No podían negar lo que estaban sintiendo, ya que sus vaginas se empezaron a mojar al ver como la Madre dejaba que profanaran su ano con bestialidad, era una escena que las excitaba y empezaron a sentir esas delirantes palpitaciones que se mezclaban con abundantes fluidos.

Las dos sucumbieron a la tentación y se dejaron llevar por aquellos lujuriosos sentimientos que las invadían. Sor María, se frotaba la vagina por sobre el hábito y sor Teresa, más audaz, pegaba sus pechos a la espalda de su compañera, la lengua de Sor Teresa, recorría el cuello de la hermana María, que miraba absorta el momento en que el peón del establo descargaba su semen en el ano de la Madre Superiora. Por miedo a ser descubiertas, se alejaban del lugar en busca de un lugar más alejado, para saciar sus instintos sexuales, en vista que el peón estaba tan ocupado, el establo sería el mejor lugar. Ahí nadie las vería, por lo que era en lugar preciso para ceder a todas las tentaciones carnales que se les presentaran. Se recostaron en el heno y comenzaron a besarse apasionadamente, las manos de sor María se abrían paso en la vagina de Sor Teresa, la religiosa gemía al sentir esas manos acariciando con suavidad su vagina e incluso tiraba suavemente de sus vellos, cuando un rebuzno, llamó su atención y contemplaron a un burro pastando tranquilamente, una idea libidinosa paso por la mente de las religiosas.

Se acercaron al burro y comenzaron a acariciarlo, su largo miembro, comenzó a aparecer y sor María no resistió la tentación de tenerlo en su boca. Se arrodilló aun lado del animal y empezó a lamer esa poderosa verga que se ofrecía libidinosa ante sus ojos. Sor Teresa la observaba masturbándose como posesa, la escena la calentaba en demasía y sus gemidos se escuchaban en un tono perverso que envolvía el ambiente. Como pudo Sor María se la metió a la boca y la chupó como si su vida dependiera de eso, la tragaba hasta lo más que podía aguantar, el animal rebuznaba como complacido por aquella mamada que estaba recibiendo, sor Teresa seguía masajeándose el clítoris con más intensidad disfrutando de ese espectáculo. La hermana María siguió engulléndose esa verga hasta que sintió la fuerte descarga del animal en su boca, haciendo incluso que le escurriera por la comisura de los labios, era un espectáculo que solo ellas estaban viviendo con la calentura al máximo. Sor Teresa se acercó y beso los labios de la otra monja compartiendo y saboreando el semen del burro mezclado con la saliva de sor María.

La calentura tenía más que exacerbados sus sentidos, querían ir más allá y disfrutar de la misma forma en que la Superiora lo hacía con el peón. Sor Teresa se despojó de sus hábitos, se recostó en unos fardos de heno y abrió su vagina para que el burro la hiciera su hembra. Le dijo a sor María que la ayudara en su cometido y claro la otra monja aceptó gustosa ser cómplice de ese acto pecaminoso. Sor María llevó al burro de la soga que estaba amarrado y la monja caliente lo esperaba con las piernas abiertas, lista para transformarse en un recipiente de semen animal y disfrutar de ese momento. Al momento de llegar donde la monja con las piernas abiertas el animal la quiso montar, pero no atinaba su verga en aquel agujero mojado que la recibiría. Sor María la tomó y acomodó en la entrada de la vagina de su compañera que jadeaba esperando ser penetrada. Al sentir el animal la abundante humedad empujó y la penetró con fuerza. El himen de la religiosa se desgarró por completo arrancándole un grito de dolor, el burro la embestía con fuerza, en el rostro de la monja se reflejaba dolor y placer. “¡Ah, hermana María me gusta cómo se siente!” –decía al borde de la locura, cerraba los ojos y gemía. “¡Siento que me va a partir en dos, pero es tan delicioso hermana!” –decía casi babeando de placer. La verga del animal palpitaba de manera salvaje acompañada de esas brutales embestidas. La moja seguía gimiendo y gritando como endemoniada. Sor María la miraba con exquisita lujuria y le empezó a chupar y morder los pezones mientras sor Teresa era cogida con una fuerza impresionante. Chorros de semen brotaban de su vagina, el burro había eyaculado en su interior como lo hizo antes en la boca de sor María. Ella esperaba su turno, también quería sentir esa poderosa verga perderse en su interior. Estaba como un tizón arrancado del fuego, ardía de excitación y pedía que el animal se la metiera sin misericordia. Ya se había quitado los hábitos, no había tiempo que perder, la calentura demandaba ser cogida con brutalidad.

Cuando el animal sacó la verga de la vagina de la hermana Teresa, sor María se abalanzó para degustar ese semen mezclado con la sangre de la virginidad perdida, lo hizo hasta el borde de la locura, sin esperar la reacción instintiva del animal que la vio preparada y la montó. Sin ayuda su verga se metió en su vagina y embistió con fuerza, haciendo que gritara por el dolor que sintió, al igual que su compañera, le destrozó el himen en la primera embestida. “¡Oh, mierda!” –exclamó pero siguió degustando del semen que salía y a la vez de jugar con su lengua en la vagina de sor Teresa. La brutalidad con la que era cogida la hacía delirar, ambas monjas estaban disfrutando del sexo como nunca antes lo hicieron, le habían entregado su virginidad a ese burro lujurioso que las hizo sus hembras. Luego de varios minutos al fin pudo sentir como el animal acabó en su interior, llenándola con su tibio semen. Las habían descubierto la zoofilia, se hicieron sus esclavas y nunca la abandonarían, porque era su forma de tener el placer de coger. Se despidieron con un beso de lengua de su amante animal y salieron sonrientes en busca de la luz del sol.

Luego que las libidinosas monjas hubieran disfrutado del pene del burro, sus apetitos sexuales se acrecentaron. Por las noches, era común para ellas encerrarse en la celda de una para darle rienda suelta a esos instintos pecaminosos que las consumían. Era recurrente que juegos lujuriosos se llevaban a cabo en la soledad de la noche entre ellas. Una de esas noches en que dejarían salir sus oscuros demonios, encendieron unas velas para iluminar la penumbra de la celda. Mientras sus cuerpos desnudos danzaban lujuriosos por el placer, sor María tomó una de las velas y vertió cera sobre el cuerpo de sor María, la reacción de esta no fue de asombro sino de placer como si esperara que lo hiciera antes. Al ver el placer dibujado en la cara de sor María la otra monja vertió más cera caliente en las tetas de su compañera, sus pezones se pusieron duros al sentir el calor de la cera. Sor Teresa rio de forma perversa y la besó en los labios, después siguió cubriendo con cera el cuerpo de sor María quien gemía con lujuria. Gemía y se retorcía de placer, pero lo hizo más cuando sor Teresa la penetró con esa vela aun encendida el calor de la llama cerca de su vagina no le asustaba, estaba ya ardiendo de placer. “¡Sigue Teresa, no pares!” –le decía entre gemidos. Obviamente la otra monja no se detendría, ya que la calentaba escuchar los gemidos mezclados con suplicas de sor María. Luego de eso apagó la vela y sin pensarlo se acercó entrelazando las piernas y se metió el otro extremo de la vela. Las dos se movían de forma vertiginosa con la vela penetrándolas, ambas gemían con perversión, en ese momento no existía Dios para ellas, sino el placer, ese placer que no conocían y que las había pervertido. Más pronto que tarde estaban siendo atormentadas por el orgasmo que las hacia balbucear herejías y las hacía gemir con extrema locura. Las escenas de lesbianismo y zoofilia eran pan de cada día, ya conocían la rutina de la Superiora con el peón, así que tenían total libertad de ir al establo para recibir placer de ese animal que solo con verlas blandía su verga al aire esperando.

Cierto día unos monjes que marchaban en peregrinación pidieron asilo en el convento, hablaron con la Superiora y le dijeron que no serían una carga para el convento, ya que podrían realizar trabajos para saldar su estadía y comida. La Superiora los aceptó por el tiempo que estimaran conveniente para continuar con su viaje. Sor Teresa y sor María se propusieron terminar con la castidad de los monjes, ya que nunca habían probado la verga de un hombre, solo la de su amante animal que las esperaba en el establo. Con el correr de los días los monjes dedicados a las reparaciones del convento parecían no inmutarse por la presencia de las lujuriosas religiosas que los acechaban como leonas a la presa. Tres de los monjes se encontraban en la sacristía orando. Escucharon ruidos extraños y se acercaron sigilosamente y vieron como las dos monjitas en un rincón se besaban apasionadamente, los monjes lejos de escandalizarse por la situación, se acercaron a las monjas y de entre sus hábitos asomaron sus vergas. Las monjas al verlos se quitaron los hábitos sin que les dijeran nada, solo querían disfrutar de aquel regalo que el cielo o el infierno les mandaba. Sor María, tomó entre sus labios una de esas vergas se la metió en la boca, sor Teresa hizo lo mismo con otra de esas vergas, mientras que el tercer monje se tumbó en el piso y hundió la cabeza en su vagina, la que lamió en señal de sumisión y devoción. El monje le hacía jadear a sor Teresa con el recorrido perverso de su lengua hasta arrancarle un estrepitoso orgasmo.

“¡Vamos a ver de que están hechas hermanitas!” –dijo uno de los monjes con una voz como salida del infierno. Acomodó a sor María apoyada sobre el pequeño altar y se la metió despiadadamente en el culo. El grito de dolor que ella dio se debió escuchar en diferentes lugares, su único orificio virgen su profanado, pero a esas alturas era cuestión de tiempo para que sucediera, ya que los “castos monjes” eran expertos en el arte de coger. Los estrepitosos gemidos de sor María eran como la media del canto de los ángeles, aunque la comparación sacrílega poco importaba. Los otros monjes tirados en el piso se cogían a sor Teresa por el culo y la vagina. Era una escena llena de morbo y de perversión que las hacía alucinar, era como si se encontraran en la puerta del infierno con la imagen de ese ser colgado en la cruz que las miraba según ella excitado. “¡Mira como nos cogen!” –gritaba sor Teresa. “¿Te gusta ver como tus siervas complacen a los hombres que Tú has mandado a predicar el evangelio? –seguía diciendo. Los cuerpos de las monjas tenían espasmos de placer, cada momento las acercaba al orgasmo, cada momento se hacía más sublime y lleno de lujuria. Al fin fueron sacudidas por el ímpetu del orgasmo, que las dejó sin fuerzas. Cuando los monjes se hubieron vaciado en el interior de las monjas uno de ellos, fue al corral en busca de un macho cabrío, animal que muchas culturas asocian con la encarnación del diablo en las misas negras, las monjas miraron al animal con la fantasía de ser penetradas por el mismo demonio.

En ese momento entendieron que sus cuerpos ya no les pertenecían sino que serían ofrecidos en sacrificio al dios de la lujuria y se volverían sus esclavas a cambio del placer. Entregaron sus almas con devoción con tal de recibir ese placer prohibido de ser cogidas por el diablo en persona. “¡Oh, Señor de la lujuria! ¡He aquí tus siervas!” –dijeron al unísono. Luego ambas fueron atadas de manos con los cordones de los hábitos de los monjes. “¡Nos rendimos a ti y al placer que nos hiciste conocer!” –dijeron a viva voz. El animal como si hubiera entendido el deseo de las monjas montó a sor María y ensartó su verga en el culo de la religiosa. “¡Oh, mi dios, sírvase del culo de su esclava! ¡Es para su absoluto placer!” –dijo. El macho cabrío acabó con fuerza en el culo de la monja que se retorció de placer, sintió como el semen de ese imponente animal la quemaba por dentro. Luego fue el turno de sor Teresa que se rindió de manera incondicional a la figura del demonio que la estaba sodomizando. También recibió una abundante ración de quemante semen en su culo. Luego entre ambas para darle más morbo a la escena bebieron el semen del culo de la otra en señal de pecado y de dar por comenzado el pacto con el mismísimo demonio, mientras los monjes se masturbaban alrededor. Los monjes que no podían más de la excitación eyacularon sobre los rostros angelicales de las lascivas monjas bebiendo ese viscoso semen como verdaderas esclavas de la lujuria.

Días después los monjes prosiguieron su camino y las adorables monjas habían sumado un animal más a su vida zoofílica y lésbica, más la firme convicción que por sus vaginas pasarían todos los machos que las quisieran poseer sin importar de que especie fueran.

 

 

Pasiones Prohibidas ®

2 comentarios:

  1. Me encantó, el imaginarme con más de 1 hombre a mi alrededor me encendio.

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  2. Waoo tremendo escrito lleno de lujuria y placer como siempre exquisito relato Caballero

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