martes, 22 de abril de 2025

110. Una madre, una monja y un Obispo

 

Doña Ernestina era una recatada señora devota de Santa Asunción de Los Milagros. En su familia, aquella santa siempre fue muy venerada. A esta se le atribuyen muchos milagros que ni la Santa iglesia sabían y todos ellos los había hecho dentro de aquella familia de profundas convicciones y valores espirituales sin fin.

Doña Ernestina, desde que murió su esposo ya no había día que no le rece a su Santa protectora más de una hora por la mañana y otra por la noche cuando se acostaba. A Santa Asunción de Los Milagros ella le pedía una y otra vez que las almas de todos los de la familia fuesen al cielo. De aquella ya solo quedaba ella y una hija que tuvo, la cual siguiendo las tradiciones familiares ingreso en un convento. En aquella gran casa ya había habido más monjas, mucho antes, Pero tal como se fue acortando está, pocas posibilidades había para que las cosas cambiasen. Más bien con la hija de doña Ernestina se terminaría la historia. De aquella santa casa, en cuestiones de monjas y milagros.

Por estas fechas doña Ernestina había cumplido 58 años y su santa hija 35, esta e llamaba Asunción.

Como los caminos del señor se dicen inescrutables, si se presentaron cambios en aquella ilustre y reducida familia. Cambios que nada tenían que ver con las virtudes, con las contingencias, ni con los deberes religiosos atesorados durante muchísimos años portan digna estirpe. Fue un día de febrero, día de San Valentín, cuándo en la casa de doña Ernestina apareció Sor Asunción, la hija de esta, pero ya sin hábito. Después de la sorpresa inicial la ex monjita le fue explicando a su desconcertada mamá por qué había colgado los hábitos después de tantos años. “Me ha costado muchísimo tomar esta decisión y si no te llamé para para decírtelo” – le dijo esta con los ojos húmedos por la emoción. Siguió: “Fue porque no quise que me pusieses impedimentos y así discutir contigo por algo que yo tenía decidido, desde hacía tiempo”. “Pero, ¿qué te ha sucedido para dejar aquella Santa Casa?” –le preguntó con el rostro compungido doña Ernestina. “Verás mamá, detrás de tantas santas y santos, está el factor humano, cosa que cuando ingresé, no podía entender, pero, con el tiempo me di cuenta que en realidad somos personas como las que se ven por la calle. Ni más ni menos. Tarde o temprano en nuestros subconscientes van creciendo las ganas de tener entre las piernas una buena verga, hasta que aquello se convierte en una obsesión, y entonces muchas de nosotras nos largamos con viento fresco” –dice la ex Sor Asunción. Doña Ernestina no daba crédito a lo que oía, ni como su querida hija se lo contaba, lo de una buena verga entre las piernas jamás lo había oído. No pudo contenerse y se persignó varias veces al tiempo que dirigía su mirada hacia el cielo como en busca de santas explicaciones.

Durante horas y horas, la ex monjita fue contando a su más que sorprendida mamá lo que había vivido en aquel mundo cerrado que era el convento. Doña Ernestina seguía atentamente las pecaminosas explicaciones de su querida hija, que nada tenían que ver con un mundo que ella siempre creyó pleno de adoraciones al Creador y Sus santos apóstoles, pero mientras escuchaba las palabras que pronunciaba su tan querida hija, sí notó que su mundo se tambaleaba, incluso sintió en su entrepierna cómo se le humedecía su casi dormido bosque. Doña Ernestina durante los años que vivió con su difunto marido, no logro enterarse de la misa la mitad. Aquel santo marido si le hizo una hija se pudo considerar que fue un accidente. En estas cuestiones no daba pie con bola, y entre que el pobre no daba ninguna a derechas, que su polla más bien era una pollita, y para más desgracia tenía eyaculación precoz, doña Ernestina, nunca logró gozar de los placeres que le contaba su hija, que para ella eran totalmente desconocidos. “Verás mamá, allí en el convento hace unos años llegó una monjita qué parte de su vida la había pasado en un convento en el norte de Francia, y que muy a menudo hasta allí llegaba el obispo de aquella zona para decir la santa misa. Aquel santo hombre era hermoso de verdad y por lo que sé supo tenía una verga como una maza de mortero, que la manejaba con tanta destreza que las monjitas que la probaron acabaron enamorándose de su eminencia. Está monjita que había llegado del norte del país, llegó a ser la preferida de aquel santo Obispo. Por lo que sé llegó a saber esta monjita además de unos pechos como cántaros, tenía un culo como una mula y debía moverlo tan bien que aquel santo varón se enamoró perdidamente de ella y desde entonces ya solo tuvo atenciones de esta. A las demás no nos tocaba ni una nalga” –le dice la ex religiosa. “¡Pero hija! ¡Tú también sucumbiste a sus encantos!” –le dice la mujer mayor. La cara de doña Ernestina era todo un poema. “Sí mamá y no puedes imaginar lo que me hizo, y ¡como llegue a gozar!” –le responde la pecadora hija a su madre. Esta vez doña Ernestina no pudo evitar que se le escaparan unas palabras: “¿Y qué te hizo?” –le preguntó sorprendida de haberlas pronunciado. “De todo mamá, de todo, si vieras cómo es de diestro en estos lances, su eminencia” –le responde Asunción. Por segunda vez doña Ernestina no pudo reprimir el preguntar qué era lo que le hizo a su querida hija aquel santo padre. “Pero dime hija, ¿qué fue lo que te hizo?” –pregunta la curiosa madre. “Lo que primero me hizo y que nunca olvidaré fue meter entre mis piernas, su larga lengua y hurgándome la vagina me hizo subir al cielo de todos los placeres. Después me cabalgó como si fuese una yegua, dejándome exhausta. Y para finalizar me la metió por mi culito, claro al principio me dolió, pero estaba dispuesta a afrontar esa dulce tortura como toda una puta del pueblo más cercano. Mi culo se acostumbró a esa verga y la sensación de placer fue una fiesta placentera, a tal punto que me lo dejó abierto por varios días” –responde la joven a su incrédula madre. Doña Encarnación no daba crédito a lo que oía.

Ahora sí que en su abandonada concha notaba como si allí tuviese un manantial. Otra vez y en voz entrecortada se atrevió a preguntar cómo era esto de metérsela por el culo. “¡Pero mamá! Parece que hayas caído de una nube. Quiere decir que me metió su verga por el culo” –le responde. “¿Y te hizo mucho daño?” –le preguntó alarmada su madre. “Parece que no me prestaste atención. En un principio pegue un grito que se oyó por todo el convento. Pero después sentí cosas que no logro describir, pero si lo disfrute, no quería que se detuviera, quería que me la estuviera metiendo como un loco pero la sensación más sublime fue sentir cuando su semen llenó mi culo, fue perversamente divino” –le respondió. “Estos son terribles pecados” -le dijo incrédula doña Ernestina. “Su eminencia después me daba la absolución. Es un personaje todo amor y consideración. Gozar con él es estar cerca de los cielos” –le aclaró Asunción a su madre. “Si quieres, lo invitamos a pasar unos días con nosotras y así podrás conocerlo” –le dice la ex monja. “Sí que me gustaría, sí. ¿Crees que accedería?” –le pregunta Ernestina. “Seguro que sí. A este santo varón le encanta viajar y conocer a feligresas como tú, con tanta devoción” –le dijo sonriente la ex monjita.

Solo diez días después su eminencia, el obispo, llegaba a la casa de doña Ernestina y la ex monjita, Sor Asunción. Con su porte elegante y vestido con los ropajes propios de su condición parecía un enviado de los cielos para salvar las almas de las dos mujeres extasiadas de su magnífica presencia. En su pecho colgaba un grueso crucifijo de oro y en su mano lucía el preceptivo anillo qué besarían aquellas entregadas hijas de la virgen María. En la casa de doña Ernestina se notaba la presencia de tan santo varón. Aquellas dos hijas de María lo agasajaron como si estás fuesen enviadas por los cielos para honrar a tan insigne hombre de dios. Después de una comida digna de tan ilustre visitante, aquel santo hombre pidió permiso para dormir una siesta que tenía por costumbre en su palacio episcopal. Cuando doña Ernestina lo acompaño a su habitación el santo hombre de Dios le preguntó si deseaba ser confesada por un Obispo. “Pocas ocasiones tendrá en su vida de ser atendida por un pastor convertido en Obispo” –le dijo este con beatifica sonrisa.

Doña Ernestina como si aquello fuese lo más natural del mundo y al cerrar la puerta de la habitación a sus espaldas, se arrodilló ante su eminencia y le besó el anillo, con tanta devoción como si fuese un enviado de Dios Padre. El santo obispo levantándose la falda de su sotana le ofreció aquella entregada feligresa el tesoro que llevaba oculto entre las piernas y del cual ya le había hablado su hija. Doña Ernestina quedándose extasiada al ver aquella gran obra de la naturaleza, allí, aún de rodillas, se entregó con devoción acariciarlo y besarlo repetidamente, mientras con su mano derecha masajeaba lentamente aquel par testículos. Glotona, en cuando aquella enorme soltó toda su carga, ella gozosa la fue saboreando mientras ronroneaba como un bebé en las ubres de la madre. Una hora después Sor Asunción desde la habitación contigua despertó sobresaltada por el terrible aullido lanzado por una garganta humana. Después sonrió gozosa de saber que a su querida mamá aquel santo varón la había atravesado el culo con su maza de mortero.

Movida por la curiosidad o el morbo se levantó de la cama y fue a la habitación del Obispo, los gritos y gemidos eran intensos, el solo hecho de saber que su madre estaba siendo cogida por aquel emisario de Dios la ponía caliente, sentía como su vagina corrían fluidos tibios que se deslizaban por sus muslos. Estaba tan perdida en esas sensaciones que empezó a jugar con su clítoris como poseída. Era tanto el placer que sacudía su cuerpo que tapaba su boca con su mano libre para apagar sus gemidos. Entonces su morbo fue más allá, abrió lentamente la puerta casi sin hacer ruido y lo que vio no solo le pareció un espectáculo pecaminoso y candente, también le pareció como si su madre estaba siendo cogida por su santo varón de Dios. Doña Ernestina estaba en cuatro sobre la cama y el Obispo le taladraba su agujero con furia mientras le decía: “Así le gustaba a tu hija que se la metiera”. Su madre solo gemía y resoplaba de placer recibiendo cada embestida como una mártir en manos de su verdugo. “¡Oh, Su Eminencia! ¡Es simplemente divino!” –le decía la mujer al religioso que se la metía como si no existiera mañana. Asunción desde su lugar de privilegio observaba pero no dejaba de jugar con su clítoris. Entre el placer y el morbo la ex monja se debatía viendo como su madre recibía verga por su anudado agujero, cada vez más cerca del placer Asunción se detuvo solo por un segundo, ya que cambiaron de posición, el Obispo se tumbó en la cama y su madre se subió en esa verga que ella había probado anteriormente. Su madre se empezó a mover como si la vida se le fuera en cada movimiento, subía y bajaba encima de esa verga gimiendo y diciéndole al Obispo que aunque su alma se perdiera en el infierno no se detendría.

Ante tal derroche de lujuria y pecado Asunción no pudo contenerse más, se entregó a ese morboso placer y dejó que el orgasmo la acariciara con delirio. Aunque no pudo contener sus gemidos, sí disfrutó de tan morbosa escena. Al verse sorprendida por aquellos pecaminosos amantes quedó pasmada al escuchar la voz del Obispo decirle: “Hermana Asunción, ¿se va a quedar de pie sin hacer nada? Recuerde sus tiempos en el convento y como se daban placer entre ustedes por las noches”. Era una deliciosa invitación al pecado, pero era distinto hacerlo con esas monjas deseosas de sexo en el silencio de las celdas, que hacerlo con su propia madre. En esa lucha de lo correcto e incorrecto, el Obispo insistió, ahora ella no dudó, se acercó como si estuviera poseída y besó con lujuria los labios de su madre. “Sabía que esta visita te iba a gustar madre” –le dijo. La mujer no paraba de moverse encima de la verga del Obispo, mientras su hija jugaba con sus tetas que a pesar de los años se resistían a ceder a la Ley de Gravedad. “¡Ah, hija, es la mejor visita que hemos tenido! ¡Tenías razón al decir que es un enviado del cielo!” –decía doña Ernestina gimiendo con perversión mientras su pequeña hija le apretaba los pezones que le dieron de mamar en su primera infancia.

Después que su madre fue víctima de tan divino placer y quedar rendida en la cama, el Obispo la hizo ponerse de espaldas sobre la cama, Asunción con una mirada de aquel hombre de Dios entendió perfectamente lo que debía hacer.  Acercó su boca a la poblada y húmeda vagina de su madre, la mujer suspiraba expectante a lo que iba a suceder, el Obispo levanta a la ex monja de las caderas y la deja con su intimidad expuesta a los deseos lujuriosos de su mente “celestial” o “endemoniada”. La hija empezó a recorrer la vagina de su madre tal como lo hacía en el convento cuando sus ganas de sexo la llevaba a invadir alguna celda y darse placer a destajo con aquellas que estaban en la misma situación que ella. Doña Ernestina gemía como loca y decía: “¡Oh, hija, esto es tan divino como profano!”. De pronto Asunción sintió como la verga del Obispo se clavaba en su culo y se abría paso lentamente, el grito de placer se escuchó en toda la casa e hizo estremecer a su madre. Las embestidas del representante de Dios eran lentas al principio, pero después lo empezó a hacer con fuerza. Su agujero se había dilatado perfectamente permitiendo la más deliciosa de las penetraciones, ya que le entraba completa la verga del Obispo, mientras los ojos de su madre permanecían cerrados disfrutando como la lengua de su hijo se perdia en el interior de su vagina. Las olas de placer que madre e hija sentían las hacían delirar, era como si tocaran el cielo con sus pecaminosas manos y a la misma vez descendían al más profundo infierno lujurioso, ambas gozaban, gemían y se retorcían. El Obispo ya no pudo resistir más y les dijo que estaba pronto a acabar, les ordenó a las dos ponerse de rodillas en el piso, mientras la mirada de lujuria de aquel hombre de Dios se dejó ver en su plenitud. Madre e hija estaban arrodilladas cual penitentes esperando recibir la “bendición” de ese piadoso hombre enviado del cielo para mostrarles el placer absoluto placer.

Las dos estaban con las bocas abiertas esperando para disfrutar ese espeso semen que se habían ganado de sorber a punta de sudor y entregándose sin contemplaciones. El Obispo se masturbaba frenético frente a ellas hasta que su semen salió expulsado en gruesas gotas que madre e hija degustaron con devoción, incluso compartieron en un beso apasionado. Doña Ernestina nunca pensó estar en esa situación pero le encantó compartir su lujuria por primera vez con su hija y en la compañía de un hombre de Dios. Los días posteriores el Obispo siguió en la casa de aquellas dos fieles seguidoras de Cristo teniendo las más lujuriosas orgias con la madre e hija y disfrutando de todas las atenciones sexuales que estaban dispuestas a darle.

Cuando el santo varón volvió de a su convento, las dos mujeres siguieron en su casa, ahora con una amplia mirada de que lo prohibido puede ser más satisfactorio si se hace en casa y en familia.

 

 

 

Pasiones Prohibidas ®

2 comentarios:

  1. Wao que exquisito relato Caba como siempre exquisito

    ResponderBorrar
  2. Una madre muy entregada y con buena imaginación entiende la situación vivida por su hija y se deja llevar por la experiencia del hombre experto en la seducción y logra hacer que los tres amantes sean felices y disfruten los momentos de entrega en intimidad. Lo felicito a usted por la imaginación y la forma de redactar una escena de morbo que muchas veces yo imaginé que en las frías habitaciones de los conventos y monasterios se calentaría con la entrega de sus habitantes huéspedes temporales o permanentes. Gracias.

    ResponderBorrar