sábado, 29 de marzo de 2025

101. Cuando la lujuria visita el convento

 

Ya había oscurecido. Sor Ana estaba barriendo la pequeña capilla del convento antes de cerrar las puertas cuando sintió la presencia a su espalda. Al darse vuelta  descubrió a un hombre que la miraba. Era un caballero maduro, alto y fornido, vestido con traje impecable y cartera de cuero negro en la misma mano del Rolex de platino. Entre susurros, las monjas le llamaban don Diablo. Pese a verse sorprendido, siguió observándola. Sus ojos traviesos recorrían con parsimonia el cuerpo de la muchacha recreándose en aquellos lugares donde el volumen de su anatomía ponía a prueba las holguras del hábito. Una lengua rojiza asomó entre los labios, relamiéndolos.

El hombre empezó a andar, pero no hacia la salida. Se metió en el pequeño habitáculo del confesionario. La monja dudó: “¿Debía ir a llamar a la Madre Superiora?”. Estuvo parada unos instantes antes de decidirse a avanzar por sí misma hacia la pequeña cabina con la firme intención de expulsar al intruso del retículo sagrado. La voz poderosa que salió del interior la detuvo. “¡Siéntese!” –le dijo. Ana dudaba. El escaso ímpetu que la impulsó a enfrentarse al hombre se había evaporado ante la firmeza de sus palabras. Miró el exterior de la pequeña cabina. “No hay asiento. Es reclinatorio” –le dijo la joven al intruso con voz temblorosa. “¡Entonces de rodillas!” –le ordenó el hombre con autoridad. Sin saber qué hacer, Ana se arrodilló sobre el pequeño escalón. No fue fácil, era alta y delgada, pero sólo de cintura. “Una chica imponente”, la habían llamado en su antigua vida. La tela del hábito empezó a crujir a medida que se iba doblegando, tensándose sobre las caderas, constriñendo su piel. Quedó demasiado arriba pese a todo y tuvo que inclinarse para llegar a la altura de la ventanilla. La joven monja protestó.  “¿Qué sucede?” –le pregunta el hombre. “Es el hábito. Estropeé el mío al lavarlo y han tenido que prestarme otro, pero ninguna de las hermanas tiene mi talla. Me queda pequeño” –explicó Ana. “Me he fijado” –le dice él.

La cara de Ana quedaba a escasos centímetros de la reja. A través de los agujeros pudo distinguir la sonrisa del hombre brillando en la oscuridad. Sentía el cuerpo masculino al otro lado del delgado tabique, vibrando en una risa contenida. “¡Hábito de novicia, por lo que veo!” –le dijo ese misterioso hombre. “Empiezo mi tercer año. En unos meses me integraré definitivamente al convento” –respondió Ana a la defensiva. “¡Quizás!” –añadió el hombre. “¿Cómo que quizás?” –preguntó la joven. “Quizás se integre, querida, o quizás para entonces no haya convento en el que integrarse” –le comentó el hombre. Ana quedó sin palabras ante la nada velada amenaza. ¿Qué querría decir aquel hombre? La superiora les advertía con frecuencia de los radicales que en el pasado se dedicaban a quemar conventos y violar monjas, o a veces al revés. Si era un peligro para el convento tal vez debería ir a pedir ayuda a las otras hermanas, pero no quería dejarle a solas en la capilla. “No me llame querida, y salga del confesionario. No tiene permiso para estar ahí” –le dijo Ana, intentando aparentar una firmeza que no tenía. Esta vez, don Diablo ni siquiera intentó disimular la carcajada. “No necesito el permiso de nadie, soy el dueño de todo esto que vez” –le dice él. Un silencio sepulcral inundó la capilla, la joven monja estaba temblorosa, podía ver entre la celosía como el hombre pasaba la lengua por sus labios. “Todo se puede solucionar de la mejor manera posible, siempre y cuando usted hermana olvide por algunas horas su devoción al pusilánime ser que está colgado en ese madero y me entregue su voluntad y deseos lujuriosos” –le dice el hombre. Ana permanecía en silencio, no dio respuesta pero sintió una extraña sensación  recorrer su cuerpo, algo que no recuerda haber vivido antes pero le produjo cierta humedad en su intimidad. “Volveré en un par de días, querida. A esta misma hora y en este mismo lugar en el que, con permiso o sin él, tan cómodo estoy sentado. Y recuerde que espero una respuesta” –dijo el hombre mientras Ana se marchaba dando grandes zancadas en sus pasos. 

Había escapado, indignada ante el nivel de obscenidad de las palabras del llamado don Diablo. Sus pasos inconscientemente rápidos la llevaron ante el despacho de la Madre Superiora. Con las prisas entró sin acordarse siquiera de golpear. La Superiora era pequeña y delgada, en sus ojos vio enseguida que había estado llorando. El motivo de su llanto era el mismo que poco antes Ana había oído de los labios del hombre. Al parecer, el Arzobispo, guiado por la mano del Espíritu Santo, había considerado necesario acometer las obras de reforma y redecoración de su palacio de verano, pero como el costo era ostensiblemente superior a los ingresos de la diócesis, el santo hombre rezó pidiendo ayuda y Dios le respondió prestándole asesoría financiera. Quizá no fuera Dios, sino Su Hijo Jesucristo, que al fin y al cabo nació y murió siendo judío, pero dada la unidad fiscal y trinitaria de la pareja, el origen del consejo no resultaba relevante, aunque sí lo era el contenido del mismo, a saber: Pedir prestado poniendo como aval el convento de las descalzas, la única propiedad directamente a su cargo que era lo bastante grande como para avalar la deuda y lo bastante nueva como para que los de Patrimonio Cultural no metieran las narices. Acometió la operación confiando en un previsible incremento de la religiosidad católica en la población que trajera aparejados más ingresos, pero se ve que fallaron los cálculos.

Al ver a la Superiora Ana se acercó y le dijo lo que había pasado con ese hombre. “¿Así que don Diablo va a echarnos del convento?” –preguntó Ana. “¿Don Diablo?” –dijo con asombro la Superiora. “El hombre del confesionario” –dijo Ana. “Ah, sí. Luciano. Sí, supongo que el apodo le viene como anillo al dedo” –le dijo la Superiora con angustia. Ana dudaba. La superiora, intrigada, la veía debatirse. La mueca de disgusto pintada en el rostro de la muchacha mientras en su interior rememoraba la obscena proposición proferida por el lujurioso prestamista. Su voz era un susurro cuando volvió a dirigirse a la Reverenda Madre. “Él se ofreció a retrasar el pago y a congelar los intereses, si yo…” alcanzó a decir antes de ser interrumpida por la Superiora. “¡Entiendo!” –le dijo ella. La vieja mujer se sentó en su deteriorada silla. Inconscientemente empezó a pasar cuentas con la mano del rosario. Pensativa. “¿Y qué piensas hacer?” –preguntó finalmente. Ana quedó estupefacta ante la pregunta. “¡Reverenda Madre! No puedo entregarme a ese hombre. He guardado mi virginidad para Dios” –le dice buscando una pisca de cordura. “Sí, sí, ya. Pero siendo prácticas, a Dios no le hace falta. No ha venido ningún ángel a verte, ¿verdad?” –le dice la Superiora sin ningún pudor. “¡Reverenda Madre!” –exclamó la muchacha. “Vamos, vamos, hija: no te alteres. No es cuestión de escandalizarse por nimiedades. A las que ingresáis tan jóvenes os falta un poco de mundo. ¿Por qué crees que en el huerto cultivamos tanto calabacín y berenjena? ¿Para hacer pasteles? Por no hablar del enorme gasto en cirios” –le dice la mujer. Ana estaba escandalizada ante la ligereza con la que hablaba la monja. “¡Pare!, Reverenda Madre. Por favor. No puede pensar algo así de las hermanas en serio” –le dice Ana sin dar crédito a lo que escuchaba. “Jovencita, no me vengas con moralinas. Yo ya era una veterana antes de que tu madre entregara “eso” que tanto te avergüenza para acabar trayéndote a este mundo. Recuerdo cuando llegaste, lo unida que estabas con sor Ester. Todo el día juntas. ¿Crees que no sé qué por las noches estaban aún más juntas? ¿Nunca te tocó ahí? ¿Acaso no metió la lengua dentro? Y, ¿por qué? ¡Lujuria!. Esto sería por bondad y si resulta doloroso, considéralo una penitencia por tus faltas anteriores” –las palabras de la superiora fluían despacio, cargadas de ironía. “Pero madre, ¡no es lo mismo! Puede que siendo inexperta cometiera algún desliz. Incluso besé a un chico poco antes de entrar en el convento y dejé que me tocará los pechos por debajo de la blusa, pero preservé mi virginidad como un sacrificio ante nuestro Señor” –le dice la joven. “Sacrificio, sacrificio, sacrificio. ¿Qué sabrás tú de sacrificios, jovencita? Nuestro Señor sí se sacrificó por nosotras. Clavos de hierro atravesaron su carne. El miembro de don Luciano estará duro, pero no tanto y ya tienes el agujero hecho, hermana” –le dice la Superiora como si supiera bien lo que ese hombre tenía entre sus piernas. “Pero es obsceno acceder a sus pretensiones, alimentar su lujuria” –dice la joven monja. “Sólo digo que el buen Dios escribe derecho con renglones torcidos, hermana. Cuando lavaste mal tu hábito y encogió, pensamos que era una pérdida y algunas te tacharon de una inútil que no sirve para nada, pero la ropa estrecha que te apretaba la piel, ese pecho rebosante y esas caderas robustas hicieron que el señor Bianchi se fijara en ti y brindara esta oportunidad de salvar el convento” –dice la vieja monja. “Pero no salvaría el convento, madre. Sólo conseguiría atrasar el pago” –dice Ana. “Dame tiempo, hija mía. Dios nos brinda esta oportunidad, y sin duda nos brindará el modo de hacer frente a las deudas. Sólo necesitamos un poco de tiempo” –dice la Superiora. Ana quedó frente a la Superiora con más dudas que certezas, ya que no entendía las intenciones de ella.

La muchacha dudaba. La reverenda madre respetó su silencio, pensativa. Las pequeñas cuentas del rosario se deslizaban entre sus dedos con mecánica precisión. Tenía otro, más grande y más gastado, guardado en su celda, escondido debajo de la almohada. “Hija mía, si no quieres entregar tu virtud, lo respeto, pero quizá puedes ayudar al convento sin perder tu preciada flor –le dijo. Un rayo de esperanza iluminó el rostro de la muchacha. “¿Cómo, Reverenda Madre?” –le preguntó la chica. “Muchos son los caminos que llevan a la Gloria, hija. El señor Bianchi sin duda se dejará conmover por la serena compañía de una joven tan piadosa. Incluso el más mundano de los hombres puede gozar del placer divino sin necesidad de visitar la vagina de una hembra como tú. ¡Qué Dios me perdone. Solo tienes que convencerlo” –le responde la Superiora. “No sabría cómo, Reverenda Madre. No sé nada sobre convencer a los hombres” –le dice en tono inocente Ana. “Lee la Biblia, hija. La palabra de Dios tiene todas las respuestas” –le dice la monja mayor. “¿Leo Los Salmos, Cantares, las cartas de San Pablo?” –preguntó a joven monja. “Empieza por el Evangelio de San Mateo. Capítulo 7, versículos 13 y 14” –sugirió la Madre Superiora. Esa noche, a solas en su habitación, Ana cogió la biblia que conformaba una gran parte de sus pertenencias y leyó: Mateo (7, 13) “Entrad por la puerta estrecha, porque la puerta ancha y el camino amplio conducen a la perdición, y muchos entran por ellos.” (14) “El camino y la puerta que conducen a la salvación son estrechos, y son pocos los que dan con ellos”. “Sutil, Reverenda Madre. Muy Sutil” -pensó. Luego de leer y hacer sus oraciones se acostó.

No podía conciliar el sueño, a su mente venían las palabras de la Madre Superiora, no sabía si estaba siendo probada o si de verdad quería que se le entregara a ese hombre. También venían a su mente imágenes lujuriosas de las hermanas que jugaban en la intimidad de su celda con los calabacines del huerto o con algún cirio que se pudiera haber extraviado misteriosamente. La misma sensación que la invadió en el confesionario se hizo presente en su celda, su cuerpo se estremecía cada vez que cerraba los ojos y veía esas morbosas imágenes, esta vez no solo su entrepierna se mojó, sintió algo en sus pezones que causaba que sus pezones se pusieron duros. Ante esa nueva sensación la joven monja sucumbió en la tentación de tocar sus pezones, por encima del camisón, fue algo que ella misma no podía explicar, era tan intenso que la hacía gemir, en sus oídos resonó una voz un tanto lúgubre que le dijo: “Sigue más abajo”. Sus manos bajaron y se metieron debajo del camisón, sintió como su vagina estaba mojada, incluso los vellos estaban húmedos. Sin saber que hacer acariciaba su sexo. De pronto se encontró con su clítoris, al rozarlo sintió como si un rayo la hubiera golpeado, lo que hizo mas intensos los gemidos que escapaban de sus tiernos labios. Su sangre hervía, no se detuvo hasta que sintió el más intenso de los placeres, algo que ella nunca había experimentado, cayó en los brazos del orgasmo, la hizo retorcerse, gemir, sudar y quedar exhausta. Con una sonrisa de satisfacción cerró los ojos y cayó en su profundo sueño.

A la mañana siguiente, Ana estaba en los quehaceres al interior de la capilla y al pasar por el confesionario recuerda la conversación que tuvo con ese hombre. Siguió con los quehaceres del dia como si nada. Ya entrada la noche, pasea por la vieja capilla pensando en la decisión que tomó, cuando escucha: “Ave María Purísima, querida” –susurra la voz masculina. Ana entra al confesionario y se arrodilla. “¿Vienes a confesar un pecado o a cometerlo?” –le dice el hombre. “No me llame querida, ya se lo dije la otra vez” –le dice la muchacha. “Como quieras, querida. ¿Y bien?” –dice el hombre en tono burlesco. “He estado pensando en su propuesta” –le dice titubeante. “Por supuesto, es lo que debes hacer” –le dice él. “No puedo aceptarla” –le dice la chica con un poco de valentía. “¡Qué triste desperdicio!” –dice Luciano. “Pero me gustaría proponerle una alternativa” –le dice con nervios la joven monja. Hubo silencio en el confesionario, el hombre medita. Afuera, Ana se retuerce las manos con nerviosismo, deseando y temiendo al mismo tiempo que don Diablo se marche sin siquiera esperar a oír la proposición con la que quiere tentarle. La voz vuelve, clara y decidida, instantes después. “¡Te escucho!” –le dice él. “Yo, soy  virgen, y he ofrecido mi virtud a Dios, pero si usted quisiera, podría ofrecerle mi otro, emmmm…” –le dice cuando es interrumpida por el hombre. “Orificio. ¿Era esa la palabra que buscabas?” –le pregunta él. “Sí, eso” –le responde avergonzada. La sonrisa del diablo reluce en la oscuridad a través del tabique agujereado. Saborea la palabra despacio, recreándose en cada sílaba. “SO-DO-MÍ-A. Una oferta interesante, querida, pero dime: ¿alguna vez te han cogido por el culo?” –dice el hombre en tono serio. “¡Nunca!” –dice la monja, indignada, aunque enseguida recupera la compostura. Necesita que el hombre acepte. “Pero Lot acogió a los ángeles en su casa y ofreció sus hijas a los sodomitas para salvarlos” –añadió. “¡Ah! El santo Lot, tan digno de imitar como todos los santos varones, que con su ejemplo nos enseña que ofrecer culos de jovencitas por motivos piadosos es grato a los ojos del señor. ¿No acabó tirándose él mismo a sus hijas en una cueva? Debe ser el primer trío incestuoso en espacio público del que quedan registros escritos” –dice Luciano. Ríe el hombre y Ana puede ver su dentadura impecable bailando en la oscuridad. Sigue riendo cuando su espigada figura abandona el confesionario y se planta delante de la novicia arrodillada. Fuera de la oscuridad, bajo la luz de los fluorescentes y las velas de la capilla, su sonrisa continúa brillando. “Debes entender una cosa, querida. Algo que el santo Lot seguro que entendía: es más fácil ofrecer el culo de otras que el propio. Mira” –le dice el siniestro hombre. Don Diablo se baja lentamente la cremallera. De la profundidad de sus pantalones hechos a medida surge una verga gruesa y larga como el proverbial rabo con el que el demonio, aburrido, se dedica a matar moscas. Con una punta rojiza y descarada que desprende calor con sólo mirarla. “Será doloroso, querida. Al menos al principio. Soy lo que se dice un hombre apasionado” –añade. Ana queda muda, hipnotizada por el bamboleo cadencioso y sin campanas que la mano distraída de Don diablo imprime a ese impresionante miembro.

Como sigue ensimismada, el hombre, con un golpe de cadera, cambia la trayectoria del citado bamboleo, dirigiéndolo hacia la arrodillada monja que, al ver la punta rojiza abalanzarse contra su cara, da un movimiento de cabeza volviendo a la realidad. “Decía, querida, que será doloroso” –replica el hombre. La monja suspira. “En tal caso, aguantaré como aquellas antiguas mártires que morían ensartadas en las espadas de los infieles, o como San Sebastián, al que clavaron numerosas saetas sin que se quejara y continuaron disparándole hasta darlo por muerto, pero sobrevivió para seguir defendiendo el nombre de Dios ante el emperador Diocleciano” –le respondió la monja. “Otra buena analogía, y nunca mejor dicho” –dice Luciano con una pervertida sonrisa. El hombre tiende una mano para ayudarla a levantarse y sin soltarla, la hace girar despacio, cual bailarina atrapada en una caja de música, mientras los ojos lascivos se recrean en cada una de las redondeces de su anatomía. Cuando la tiene de espaldas, le indica que pare. Puede sentir la mirada clavada en su robusto trasero, que se ensanchaba con generosidad desde la cintura estrecha hasta el punto de poner a prueba la resistente tela del hábito. La inspección visual da paso al tacto y la mano masculina empieza a medir por palmos el grosor y volumen de las nalgas de la monja. Los dedos se clavan en las nalgas y saborearon la dureza de los glúteos juveniles mientras el hombre chasquea la lengua con aprobación y una Ana poco acostumbrada a los impúdicos manoseos contiene el aliento sin atreverse a girar la cabeza.  “Acepto la oferta y la acepto porque ahora mismo no creo que pueda dejarte salir de aquí con el culo intacto, así que no me queda más remedio. ¿Necesitas prepararte, querida?” –dice Don diablo sin soltarla. Ana niega con la cabeza. Hace un esfuerzo para articular las palabras. Suspira con resignación. “Estoy dispuesta. Hice ayuno ayer y hoy, bebiendo sólo agua clara para purificar mi cuerpo y prepararlo para la prueba que el señor me tiene reservada. Vayamos a la sacristía y terminemos cuanto antes, por favor”  –dice al fin la moja. El hombre ríe de nuevo. Parecen hacerle gracia todas las ocurrencias de la monja. “¿A la sacristía para qué? ¡Aquí mismo! Entra al confesionario y saca el culo para fuera. Yo me ocupo del resto. Ese cojín tan cómodo que tiene el cura para sentarse te ayudará a estar de rodillas y el espacio cerrado ahogará los gritos. Al fin y al cabo, la dichosa cabina está hecha para que no se escuche lo que ocurre en su interior” –dice Luciano con un tono lujurioso. “¿Y si viene alguien?” –pregunta Ana. “Es tarde, querida. Las cuatro viejas beatas que pisen esta capilla ya están durmiendo, y tus hermanas metiditas en sus celdas, solas o en compañía, a gusto de cada cual. Estamos tú y yo solos, y éste es el lugar en el que voy a desvirgarte el culo. Así que adentro” –le dice Luciano en tono de orden. El hombre señala el oscuro interior del confesionario. Ana duda. Sus piernas están rígidas, se niegan a moverse. La mano masculina se apoya en su espalda, más debajo de lo socialmente aceptable y la empuja sin dureza pero con convicción hacia el asiento tapizado en terciopelo rojo donde habitualmente un sacerdote somnoliento finge escuchar el pecado cotidiano de un puñado de ancianas. Apoya una rodilla. Luego otra. Ambas tiemblan. Las manos se aferran al respaldo de madera. Se inclina echando el trasero hacia atrás, hasta que sus nalgas sobresalen entre las pesadas cortinillas que ocultan el interior del confesionario. Siente el dedo del hombre sobre su columna, aumentando la presión hasta que resulta molesto. Ana entiende. Arquea la espalda y su culo sube, quedando en pompa y dispuesto para el disfrute de su comprador.

El hábito se levanta impulsado por dos manos ansiosas. Le siguen las bragas, desgarradas, arrancadas del lugar que le corresponden para acabar hechas tiras junto a los mocasines impecables del macho que va a perforarla. Su retaguardia expuesta prueba el aire de la noche colándose entre sus recovecos y el calor de las velas iluminando la piel tersa de sus nalgas. Las garras del diablo se clavan en sus ancas y las separan, permitiéndole examinar el virginal tesoro que ocultan. “¡Adorable! ¡Tan pequeñito y arrugado! Casi me da pena lo que voy a hacerte–dice el hombre. Ana tiembla sin contestar. Llegado este punto no tiene nada que decir. Es un juguete nuevo en manos de un niño travieso, cumpliendo su cometido hasta que se canse de él. Las manos obscenas liberan sus nalgas y deja de sentir la presencia del hombre tras ella. No se atreve a apartar la mirada de la oscura pared del confesionario. Escucha el ruido del metal contra el mármol, los cajones que se abren y cierran en el altar, los pasos que vuelven y la mano firme que separa de nuevo sus nalgas. “He encontrado algo de aceite, querida. De oliva, si no me equivoco. Todo entra mejor con aceite de oliva” –le dice el pervertido hombre. “Son los óleos sagrados” –le dice ella.  “Pues dale las gracias a Dios por la  misericordia que le da a tu culo y lo haya puesto para darle un mejor uso” –le dice el ser hereje. El hombre derrama aceite sobre el nacimiento de sus nalgas. El aceite recorre un lento camino hasta la línea que las separa, se convierte en un riachuelo dorado que avanza en su tranquila caída directo al pozo de la lujuria. El dedo aceitoso de Luciano la apuntala. Su orificio cerrado siente la presión y la humedad mientras las gotas viscosas resbalan desde la yema colándose entre los pliegues de su entrada de servicio. Aumenta la presión. “¡Ábrete, sésamo!” –dice el hombre en tono de broma mientras empuja. Su esfínter cede poco a poco y el intruso entra sin ser invitado. Falange a falange se va colando en su interior, despacio, con esfuerzo, pues pese a haber penetrado en el sendero, sus paredes profanadas se resisten a la invasión apretándole en su camino. Llega hasta el fondo y se queda allí, girando sobre sí mismo antes de retirarse con la misma dificultad con las que conquistó la entrada. Arde y Ana aprieta los dientes aguantando, por sus hermanas, el dolor soportable de la primera penetración de su vida. Tarda en llegar, en recorrer el camino angosto, pero al final queda encajada, firmemente embutida en el interior de su cuerpo. Ana vuelve a respirar, expulsando el aire mantenido durante todo el recorrido interminable. Se siente llena de macho, ensartada en el hombre que la ha hecho pagar con su virtud el precio de la salvación, el hombre que estampa la pelvis contra sus nalgas buscando afianzar su conquista y sonríe satisfecho ante la consumación del primer asalto. “¡Qué culo tienes, criatura! ¡La verdad es que me lo has puesto difícil!” –dice Luciano.

Don diablo sigue en su interior. Sale y entra una vez más. Dos veces. Tres. Despacio, sin el ímpetu de las embestidas anteriores, busca prolongar el contacto, recrearse en los últimos pozos de la lujuria. Ana siente cómo se contrae la dureza que la ha dilatado, como sale finalmente de su interior dejando en su retirada una humedad que la inunda, espesándose al contacto del aire frío de la noche que se cuela por su orifico abierto. Un azote firme sobre su nalga marca el final del aberrante acto. “¡Oh, querida, ha sido maravilloso! ¡Un culo digno del precio que he pagado por él!” –dice Luciano. Ana se vuelve para mirarle. Intenta aparentar firmeza, pero hay rubor en sus mejillas. “¿Dejará en paz el convento?” –le pregunta ella. “¿El convento? –Don diablo asiente mientras acaricia distraído las nalgas de la monja. “Sí, sí, claro. Cumpliré mi parte. Congelaré los intereses y retrasaré la ejecución del embargo hasta el siguiente plazo de cobro” –le dice. Ana asiente, aliviada. Don diablo sonríe. “Así que nos vemos la semana que viene” –le dice mirándola a los ojos. “¿La semana que viene?” –le pregunta la chica con asombro. La monja se levanta encarando a su verdugo con los ojos abiertos por la sorpresa. Un grueso goterón blanco cae sobre el terciopelo rojo de la silla del confesionario, pero no le presta atención. “Y la otra, y la otra. Así hasta que la Reverenda Madre o el Ilustrísimo Arzobispo empiecen a pagar. Si es que tienen intención de hacerlo. La deuda no seguirá subiendo, querida, pero no va a pagarse sola” –le dice responde Luciano. “¡No puede hacerme esto!” –exclama la monja. “En realidad sí. Ese era el trato. Aunque si quieres una alternativa” –dice Don diablo. “¿Sí?” –pregunta la monja mientras suspira. Don diablo se inclina sobre Ana. Sus labios buscan el oído de la muchacha. “Ven conmigo, fuera de este lugar. Un pajarillo como tú luce más sin una jaula. Eres una mujer hermosa, más aprovechable fuera del convento. Podrás traer al mundo hijos hermosos una vez tengas la libertad de ofrecerme tu vagina virgen” –le susurra. Ana niega, más para sí misma que para el hombre.  “¡No! ¡No puedo hacerlo, este es mi lugar!” –le responde. Don diablo asiente en silencio. Recompone su traje y en un instante vuelve a estar tan impoluto como cuando llegó. “En tal caso, querida, vendré cada semana a darte por el culo hasta que te decidas. Antes o después entenderás que eres una hermosa joven rodeada de viejas y que ni las cuatro beatas que visitan el convento ni el palacio de verano del Arzobispo merecen tu sacrificio” –le dice él. Al ver la convicción de la joven monja sonríe y le dice: “¿Qué crres que piensa tu Dios de lo que acabas de hacer?”. Ana no sabe que decirle. Se queda en silencio y ve como aquel hombre está decido a irse. 

Don diablo se gira dispuesto a marcharse. Antes de abandonar la capilla se detiene. Se vuelve. Mira a la monja. “Una última cosa” –dice acercándose a Ana. Busca en el bolsillo de la chaqueta y extrae un fajo de billetes. Lo enrolla. La mano con el dinero rodea el costado de Ana y baja hacia sus nalgas. La muchacha siente el cilindro de papel internándose en su orificio que ya había empezado a cerrarse. Da un salto y tiene que apoyarse sobre el pecho del Diablo. El hombre sonríe. “Esa hermosa boquita tuya podría ayudarte a ganar un dinero extra. Úsalo para ir pagando la deuda, para ayudar a los pobres o para darte un caprichito. Lo que prefieras” –le dice ella. El hombre aprieta hasta que el cilindro queda encajado en el culo de la monja. La mano se retira acariciando sus nalgas. “Considera esto un anticipo” –le dice. Ana se queda mirando como el hombre se perdía en la oscuridad de los vacíos pasillos de la capilla, la figura del tentador desapareció y ella se fue a su celda. Lo único que pensaba era en rezar y mostrarse sumisa ante Dios para que pudiera perdonarlo de ese pecado lujurioso que había cometido.

Arrodillada a los pies de su cama pensaba en lo que le había dicho Luciano en cómo usar su boca para ganar dinero, no sabía a que se refería, pero quería indagar más al respecto. La mañana siguiente se levantó temprano y se fue al despacho de la Madre Superiora. “¡Ya está hecho, por lo menos esta semana estamos a salvo!” –le dice la joven. “Agradezco lo que hiciste por el convento y sé que Dios está complacido por tu acción” –le dice la Reverenda Madre. “Anoche don Luciano me dijo que usara mi boca para ganar dinero. ¡Madre! No sé a qué se refería” –le dice ella. “Hija mía, hay cosas que ciertas mujeres hacen para dar placer a los hombres” –le dice la Madre Superiora. “Sigo sin entender Madre!” –le dice Ana. “Es sencillo, lo que te quiso decir fue que hagas lo mismo que las meretrices de la cantina y la calle, que uses tu boca para darle placer a los hombres” –le dice la Superiora. Ana se persigna sin dar crédito a lo que acababa de escuchar. “¡Es un cerdo!” –le dice Ana. “No hija, un cerdo tiene más dignidad que ese hombre” –dice la Superiora. “Una cosa es que le haya entregado mi culo, pero no quiere decir que me voy a convertir en puta para darle en el gusto” –le dice la joven monja. “Eso lo tengo claro, hija” –le dice la monja mayor. Ana le pide su anuencia para salir del despacho, la Madre Superiora asiente.

La mente de Ana estaba tan enredada como una madeja de lana, se pasea por los jardines del convento y piensa en todo lo que ha tenido que vivir en tan pocos días, no sabe si debe seguir adelante cumpliendo los caprichos lujuriosos de ese hombre u olvidarse de lo sucedido y que Luciano cobre la deuda y que se vaya a la mierda el convento, pero su vocación era más grande que la deuda del Arzobispo. Cuando llegó la noche en que el hombre vino a “cobrar” la monja ya lo esperaba. La tenebrosa noche estaba adornada por la luz de la luna que se colaba entre los vitrales. “Veo que estás dispuesta a darle una semana a este montón de piedras” –dice Luciano. “No quiero que este lugar santo se destruya” –le dice Ana. El hombre se ríe de manera descarada. “¿Santo? En los lugares santos no pasa lo que aquí. Acompáñame” –le dice. Le extiende la mano y caminan por el angosto pasillo en que están las celdas, por la primera celda que pasan es por la de la Madre Superiora. La joven escucha gemidos adornados de lujuria, sigilosamente el hombre abre la puerta y la imagen de la Madre se dibuja entre las sombras. Lo que la muchacha ve la deja con estupor, la Madre Superiora estaba con las piernas abiertas y metiéndose uno de los cirios de la capilla en su vagina, la mujer gemía como endemoniada sin imaginar que era observada. Luciano se pega a las nalgas de la monja y le dice: “Ves que tan santo no es este lugar. Todas las monjas que están aquí son unas putas adictas al sexo, tú eras la más decente pero te has convertido en una más”. La monja suspira contrariada, en cierta forma tenía razón, podría perfectamente negado pero no lo hizo.

Siguieron por unos minutos más parados viendo como la Madre Superiora se retorcía en la cama disfrutando de forma demencial de ese cirio que le daba placer. “¿Si quieres nos vamos?” –le pregunta don Diablo. “No, no es necesario, quiero mirar más” –le responde la chica. “Entonces entremos” –le dijo. Abrió la puerta de par en par y entraron a la celda. La Superiora al verlos, le dice al hombre: “Ahora que tienes juguete nuevo ya no me visitas”. El hombre sonríe y le dice: “No es necesario que esté aquí para hacerte disfrutar, sabes que soy dueño de tus pensamientos, de tu cuerpo y la calentura que te consume”. “Lo sé, pero extraño a ese perro negro con los ojos inyectados sangre que visita mis sueños” –le dice la Reverenda Madre. El hombre se baja el cierre de su pantalón y saca su verga, le dice a la Superiora: “Déjate de palabras y chupa inmunda puta del infierno”. Ana estaba de pie viendo como la Madre Superiora engullía el miembro de Luciano, era hábil en hacerlo, en su cara se dibujaba el placer y la lujuria, el hombre la mira y le ordena: “¡Quítate el hábito!”. La muchacha obedece, quedando solo con la larga enagua que cubría su cuerpo. “¡Desnúdate!” –volvió a ordenarle. Ella obedeció sin decir nada, mientras la Superiora seguía tragando esa verga que apenas le cabía en la boca. “Ahora como esta meretriz aprenderás a usar tu boca” –le dice Don diablo.

Ana quedó estupefacta, la tentación era tan grande que la hacía babear. Luciano le hizo señas para que se acerque y con su índice apuntó el piso, señal de que la quería de rodillas. Ella obediente se puso de rodillas, Luciano pasaba la punta de su verga por el rostro de la joven mientras la Superiora se masturbaba como una loca. “¡Abre la boca!” –le ordenó el hombre. Su mandíbula se separó y la verga de Luciano entró, le dijo que apretara los labios para empezar con la felación, Ana no sabía cómo hacerlo pero con empeño y lentamente aprendió a hacerlo, tenía fresca en su mente la imagen de la Superiora haciendo lo mismo. “¡Vaya sí que aprendes rápido!” –le dice Luciano. La Superiora se retorcía en la cama por el placer que la inundaba, no se perdía detalles de cómo la joven chupaba la poderosa verga de Don diablo, eso la calentaba demasiado, sintió como su cuerpo ardía y su respiración agitada era la evidencia de que estaba en lo más profundo del infierno de placer. “Ahora que ya sabes usar tu boca, aprenderás a usar tu lengua” –le dice Luciano. Le ordena a la Superiora ponerse de espaldas y abrir sus piernas, le ordena a la chica que coloque su boca en la húmeda y candente vagina de la mujer. La tomó de las caderas y la dejó con su culo en pompa antes de consumar la penetración anal, le dice: “Ahora, lame, lame como lo haría una perra sedienta”. Lentamente empezó a lamer la vagina de la Madre Superiora. “Eres toda una putita” –le dice la monja a Ana, mientras Luciano penetra lentamente su culo, el dolor era intenso, pero lo mitigaba con los fluidos de la vagina de la Superiora que la hacía embriagarse hasta sentir placer.

Don diablo se toma fuertemente de las caderas de Ana y la embiste con fuerza, cada vez más rápido y con más fuerza, ella seguía deslizando su lengua por el clítoris hinchado de la Madre, el placer en ambas era total, era perderse en el infierno de placer. Las embestidas de Luciano eran intensas, Ana sentía como su culo le abría espacio a esa verga que le arrancaba alaridos y  la hacía disfrutar, entendió que su propósito no era solo ser monja sino también usar todo lo que estuviera a su alcance para mantener el convento con vida. Ahora todo le hacía sentido, sobre todo al estar devorando la vagina de la Reverenda Madre. De pronto, sintió como el semen de Don diablo le llenaba el culo, así como bebía los fluidos de la Superiora inundar su boca, el placer fue único y perverso. Cerró los ojos y le disfrutó como una cerda de ese lujurioso placer, cuando abrió los ojos, Luciano se había esfumado de la celda y estaba solo con la Superiora que suspiraba por el placer recibido.

“Has aprendido bien” –le dice la Madre Superiora. Luciano Bianchi siempre viene y toma lo que quiere” –le dice la Reverenda Madre. A la chica ya no le importaba nada, recordó las palabras que Luciano le dijo a la Superiora: “sabes que soy dueño de tus pensamientos, de tu cuerpo y la calentura que te consume”. Ahora, ella estaba en la misma situación de las monjas que Vivian en se profano lugar cargado de lujuria y perversión.

 

 

 

Pasiones Prohibidas ®

1 comentario:

  1. Waoooo que tremendo y candente relato lleno de lujuria y perversidad me encantó cada línea como siente rico
    Como siempre buen relato Caballero

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