sábado, 29 de marzo de 2025

101. Cuando la lujuria visita el convento

 

Ya había oscurecido. Sor Ana estaba barriendo la pequeña capilla del convento antes de cerrar las puertas cuando sintió la presencia a su espalda. Al darse vuelta  descubrió a un hombre que la miraba. Era un caballero maduro, alto y fornido, vestido con traje impecable y cartera de cuero negro en la misma mano del Rolex de platino. Entre susurros, las monjas le llamaban don Diablo. Pese a verse sorprendido, siguió observándola. Sus ojos traviesos recorrían con parsimonia el cuerpo de la muchacha recreándose en aquellos lugares donde el volumen de su anatomía ponía a prueba las holguras del hábito. Una lengua rojiza asomó entre los labios, relamiéndolos.

El hombre empezó a andar, pero no hacia la salida. Se metió en el pequeño habitáculo del confesionario. La monja dudó: “¿Debía ir a llamar a la Madre Superiora?”. Estuvo parada unos instantes antes de decidirse a avanzar por sí misma hacia la pequeña cabina con la firme intención de expulsar al intruso del retículo sagrado. La voz poderosa que salió del interior la detuvo. “¡Siéntese!” –le dijo. Ana dudaba. El escaso ímpetu que la impulsó a enfrentarse al hombre se había evaporado ante la firmeza de sus palabras. Miró el exterior de la pequeña cabina. “No hay asiento. Es reclinatorio” –le dijo la joven al intruso con voz temblorosa. “¡Entonces de rodillas!” –le ordenó el hombre con autoridad. Sin saber qué hacer, Ana se arrodilló sobre el pequeño escalón. No fue fácil, era alta y delgada, pero sólo de cintura. “Una chica imponente”, la habían llamado en su antigua vida. La tela del hábito empezó a crujir a medida que se iba doblegando, tensándose sobre las caderas, constriñendo su piel. Quedó demasiado arriba pese a todo y tuvo que inclinarse para llegar a la altura de la ventanilla. La joven monja protestó.  “¿Qué sucede?” –le pregunta el hombre. “Es el hábito. Estropeé el mío al lavarlo y han tenido que prestarme otro, pero ninguna de las hermanas tiene mi talla. Me queda pequeño” –explicó Ana. “Me he fijado” –le dice él.

La cara de Ana quedaba a escasos centímetros de la reja. A través de los agujeros pudo distinguir la sonrisa del hombre brillando en la oscuridad. Sentía el cuerpo masculino al otro lado del delgado tabique, vibrando en una risa contenida. “¡Hábito de novicia, por lo que veo!” –le dijo ese misterioso hombre. “Empiezo mi tercer año. En unos meses me integraré definitivamente al convento” –respondió Ana a la defensiva. “¡Quizás!” –añadió el hombre. “¿Cómo que quizás?” –preguntó la joven. “Quizás se integre, querida, o quizás para entonces no haya convento en el que integrarse” –le comentó el hombre. Ana quedó sin palabras ante la nada velada amenaza. ¿Qué querría decir aquel hombre? La superiora les advertía con frecuencia de los radicales que en el pasado se dedicaban a quemar conventos y violar monjas, o a veces al revés. Si era un peligro para el convento tal vez debería ir a pedir ayuda a las otras hermanas, pero no quería dejarle a solas en la capilla. “No me llame querida, y salga del confesionario. No tiene permiso para estar ahí” –le dijo Ana, intentando aparentar una firmeza que no tenía. Esta vez, don Diablo ni siquiera intentó disimular la carcajada. “No necesito el permiso de nadie, soy el dueño de todo esto que vez” –le dice él. Un silencio sepulcral inundó la capilla, la joven monja estaba temblorosa, podía ver entre la celosía como el hombre pasaba la lengua por sus labios. “Todo se puede solucionar de la mejor manera posible, siempre y cuando usted hermana olvide por algunas horas su devoción al pusilánime ser que está colgado en ese madero y me entregue su voluntad y deseos lujuriosos” –le dice el hombre. Ana permanecía en silencio, no dio respuesta pero sintió una extraña sensación  recorrer su cuerpo, algo que no recuerda haber vivido antes pero le produjo cierta humedad en su intimidad. “Volveré en un par de días, querida. A esta misma hora y en este mismo lugar en el que, con permiso o sin él, tan cómodo estoy sentado. Y recuerde que espero una respuesta” –dijo el hombre mientras Ana se marchaba dando grandes zancadas en sus pasos. 

Había escapado, indignada ante el nivel de obscenidad de las palabras del llamado don Diablo. Sus pasos inconscientemente rápidos la llevaron ante el despacho de la Madre Superiora. Con las prisas entró sin acordarse siquiera de golpear. La Superiora era pequeña y delgada, en sus ojos vio enseguida que había estado llorando. El motivo de su llanto era el mismo que poco antes Ana había oído de los labios del hombre. Al parecer, el Arzobispo, guiado por la mano del Espíritu Santo, había considerado necesario acometer las obras de reforma y redecoración de su palacio de verano, pero como el costo era ostensiblemente superior a los ingresos de la diócesis, el santo hombre rezó pidiendo ayuda y Dios le respondió prestándole asesoría financiera. Quizá no fuera Dios, sino Su Hijo Jesucristo, que al fin y al cabo nació y murió siendo judío, pero dada la unidad fiscal y trinitaria de la pareja, el origen del consejo no resultaba relevante, aunque sí lo era el contenido del mismo, a saber: Pedir prestado poniendo como aval el convento de las descalzas, la única propiedad directamente a su cargo que era lo bastante grande como para avalar la deuda y lo bastante nueva como para que los de Patrimonio Cultural no metieran las narices. Acometió la operación confiando en un previsible incremento de la religiosidad católica en la población que trajera aparejados más ingresos, pero se ve que fallaron los cálculos.

Al ver a la Superiora Ana se acercó y le dijo lo que había pasado con ese hombre. “¿Así que don Diablo va a echarnos del convento?” –preguntó Ana. “¿Don Diablo?” –dijo con asombro la Superiora. “El hombre del confesionario” –dijo Ana. “Ah, sí. Luciano. Sí, supongo que el apodo le viene como anillo al dedo” –le dijo la Superiora con angustia. Ana dudaba. La superiora, intrigada, la veía debatirse. La mueca de disgusto pintada en el rostro de la muchacha mientras en su interior rememoraba la obscena proposición proferida por el lujurioso prestamista. Su voz era un susurro cuando volvió a dirigirse a la Reverenda Madre. “Él se ofreció a retrasar el pago y a congelar los intereses, si yo…” alcanzó a decir antes de ser interrumpida por la Superiora. “¡Entiendo!” –le dijo ella. La vieja mujer se sentó en su deteriorada silla. Inconscientemente empezó a pasar cuentas con la mano del rosario. Pensativa. “¿Y qué piensas hacer?” –preguntó finalmente. Ana quedó estupefacta ante la pregunta. “¡Reverenda Madre! No puedo entregarme a ese hombre. He guardado mi virginidad para Dios” –le dice buscando una pisca de cordura. “Sí, sí, ya. Pero siendo prácticas, a Dios no le hace falta. No ha venido ningún ángel a verte, ¿verdad?” –le dice la Superiora sin ningún pudor. “¡Reverenda Madre!” –exclamó la muchacha. “Vamos, vamos, hija: no te alteres. No es cuestión de escandalizarse por nimiedades. A las que ingresáis tan jóvenes os falta un poco de mundo. ¿Por qué crees que en el huerto cultivamos tanto calabacín y berenjena? ¿Para hacer pasteles? Por no hablar del enorme gasto en cirios” –le dice la mujer. Ana estaba escandalizada ante la ligereza con la que hablaba la monja. “¡Pare!, Reverenda Madre. Por favor. No puede pensar algo así de las hermanas en serio” –le dice Ana sin dar crédito a lo que escuchaba. “Jovencita, no me vengas con moralinas. Yo ya era una veterana antes de que tu madre entregara “eso” que tanto te avergüenza para acabar trayéndote a este mundo. Recuerdo cuando llegaste, lo unida que estabas con sor Ester. Todo el día juntas. ¿Crees que no sé qué por las noches estaban aún más juntas? ¿Nunca te tocó ahí? ¿Acaso no metió la lengua dentro? Y, ¿por qué? ¡Lujuria!. Esto sería por bondad y si resulta doloroso, considéralo una penitencia por tus faltas anteriores” –las palabras de la superiora fluían despacio, cargadas de ironía. “Pero madre, ¡no es lo mismo! Puede que siendo inexperta cometiera algún desliz. Incluso besé a un chico poco antes de entrar en el convento y dejé que me tocará los pechos por debajo de la blusa, pero preservé mi virginidad como un sacrificio ante nuestro Señor” –le dice la joven. “Sacrificio, sacrificio, sacrificio. ¿Qué sabrás tú de sacrificios, jovencita? Nuestro Señor sí se sacrificó por nosotras. Clavos de hierro atravesaron su carne. El miembro de don Luciano estará duro, pero no tanto y ya tienes el agujero hecho, hermana” –le dice la Superiora como si supiera bien lo que ese hombre tenía entre sus piernas. “Pero es obsceno acceder a sus pretensiones, alimentar su lujuria” –dice la joven monja. “Sólo digo que el buen Dios escribe derecho con renglones torcidos, hermana. Cuando lavaste mal tu hábito y encogió, pensamos que era una pérdida y algunas te tacharon de una inútil que no sirve para nada, pero la ropa estrecha que te apretaba la piel, ese pecho rebosante y esas caderas robustas hicieron que el señor Bianchi se fijara en ti y brindara esta oportunidad de salvar el convento” –dice la vieja monja. “Pero no salvaría el convento, madre. Sólo conseguiría atrasar el pago” –dice Ana. “Dame tiempo, hija mía. Dios nos brinda esta oportunidad, y sin duda nos brindará el modo de hacer frente a las deudas. Sólo necesitamos un poco de tiempo” –dice la Superiora. Ana quedó frente a la Superiora con más dudas que certezas, ya que no entendía las intenciones de ella.

La muchacha dudaba. La reverenda madre respetó su silencio, pensativa. Las pequeñas cuentas del rosario se deslizaban entre sus dedos con mecánica precisión. Tenía otro, más grande y más gastado, guardado en su celda, escondido debajo de la almohada. “Hija mía, si no quieres entregar tu virtud, lo respeto, pero quizá puedes ayudar al convento sin perder tu preciada flor –le dijo. Un rayo de esperanza iluminó el rostro de la muchacha. “¿Cómo, Reverenda Madre?” –le preguntó la chica. “Muchos son los caminos que llevan a la Gloria, hija. El señor Bianchi sin duda se dejará conmover por la serena compañía de una joven tan piadosa. Incluso el más mundano de los hombres puede gozar del placer divino sin necesidad de visitar la vagina de una hembra como tú. ¡Qué Dios me perdone. Solo tienes que convencerlo” –le responde la Superiora. “No sabría cómo, Reverenda Madre. No sé nada sobre convencer a los hombres” –le dice en tono inocente Ana. “Lee la Biblia, hija. La palabra de Dios tiene todas las respuestas” –le dice la monja mayor. “¿Leo Los Salmos, Cantares, las cartas de San Pablo?” –preguntó a joven monja. “Empieza por el Evangelio de San Mateo. Capítulo 7, versículos 13 y 14” –sugirió la Madre Superiora. Esa noche, a solas en su habitación, Ana cogió la biblia que conformaba una gran parte de sus pertenencias y leyó: Mateo (7, 13) “Entrad por la puerta estrecha, porque la puerta ancha y el camino amplio conducen a la perdición, y muchos entran por ellos.” (14) “El camino y la puerta que conducen a la salvación son estrechos, y son pocos los que dan con ellos”. “Sutil, Reverenda Madre. Muy Sutil” -pensó. Luego de leer y hacer sus oraciones se acostó.

No podía conciliar el sueño, a su mente venían las palabras de la Madre Superiora, no sabía si estaba siendo probada o si de verdad quería que se le entregara a ese hombre. También venían a su mente imágenes lujuriosas de las hermanas que jugaban en la intimidad de su celda con los calabacines del huerto o con algún cirio que se pudiera haber extraviado misteriosamente. La misma sensación que la invadió en el confesionario se hizo presente en su celda, su cuerpo se estremecía cada vez que cerraba los ojos y veía esas morbosas imágenes, esta vez no solo su entrepierna se mojó, sintió algo en sus pezones que causaba que sus pezones se pusieron duros. Ante esa nueva sensación la joven monja sucumbió en la tentación de tocar sus pezones, por encima del camisón, fue algo que ella misma no podía explicar, era tan intenso que la hacía gemir, en sus oídos resonó una voz un tanto lúgubre que le dijo: “Sigue más abajo”. Sus manos bajaron y se metieron debajo del camisón, sintió como su vagina estaba mojada, incluso los vellos estaban húmedos. Sin saber que hacer acariciaba su sexo. De pronto se encontró con su clítoris, al rozarlo sintió como si un rayo la hubiera golpeado, lo que hizo mas intensos los gemidos que escapaban de sus tiernos labios. Su sangre hervía, no se detuvo hasta que sintió el más intenso de los placeres, algo que ella nunca había experimentado, cayó en los brazos del orgasmo, la hizo retorcerse, gemir, sudar y quedar exhausta. Con una sonrisa de satisfacción cerró los ojos y cayó en su profundo sueño.

A la mañana siguiente, Ana estaba en los quehaceres al interior de la capilla y al pasar por el confesionario recuerda la conversación que tuvo con ese hombre. Siguió con los quehaceres del dia como si nada. Ya entrada la noche, pasea por la vieja capilla pensando en la decisión que tomó, cuando escucha: “Ave María Purísima, querida” –susurra la voz masculina. Ana entra al confesionario y se arrodilla. “¿Vienes a confesar un pecado o a cometerlo?” –le dice el hombre. “No me llame querida, ya se lo dije la otra vez” –le dice la muchacha. “Como quieras, querida. ¿Y bien?” –dice el hombre en tono burlesco. “He estado pensando en su propuesta” –le dice titubeante. “Por supuesto, es lo que debes hacer” –le dice él. “No puedo aceptarla” –le dice la chica con un poco de valentía. “¡Qué triste desperdicio!” –dice Luciano. “Pero me gustaría proponerle una alternativa” –le dice con nervios la joven monja. Hubo silencio en el confesionario, el hombre medita. Afuera, Ana se retuerce las manos con nerviosismo, deseando y temiendo al mismo tiempo que don Diablo se marche sin siquiera esperar a oír la proposición con la que quiere tentarle. La voz vuelve, clara y decidida, instantes después. “¡Te escucho!” –le dice él. “Yo, soy  virgen, y he ofrecido mi virtud a Dios, pero si usted quisiera, podría ofrecerle mi otro, emmmm…” –le dice cuando es interrumpida por el hombre. “Orificio. ¿Era esa la palabra que buscabas?” –le pregunta él. “Sí, eso” –le responde avergonzada. La sonrisa del diablo reluce en la oscuridad a través del tabique agujereado. Saborea la palabra despacio, recreándose en cada sílaba. “SO-DO-MÍ-A. Una oferta interesante, querida, pero dime: ¿alguna vez te han cogido por el culo?” –dice el hombre en tono serio. “¡Nunca!” –dice la monja, indignada, aunque enseguida recupera la compostura. Necesita que el hombre acepte. “Pero Lot acogió a los ángeles en su casa y ofreció sus hijas a los sodomitas para salvarlos” –añadió. “¡Ah! El santo Lot, tan digno de imitar como todos los santos varones, que con su ejemplo nos enseña que ofrecer culos de jovencitas por motivos piadosos es grato a los ojos del señor. ¿No acabó tirándose él mismo a sus hijas en una cueva? Debe ser el primer trío incestuoso en espacio público del que quedan registros escritos” –dice Luciano. Ríe el hombre y Ana puede ver su dentadura impecable bailando en la oscuridad. Sigue riendo cuando su espigada figura abandona el confesionario y se planta delante de la novicia arrodillada. Fuera de la oscuridad, bajo la luz de los fluorescentes y las velas de la capilla, su sonrisa continúa brillando. “Debes entender una cosa, querida. Algo que el santo Lot seguro que entendía: es más fácil ofrecer el culo de otras que el propio. Mira” –le dice el siniestro hombre. Don Diablo se baja lentamente la cremallera. De la profundidad de sus pantalones hechos a medida surge una verga gruesa y larga como el proverbial rabo con el que el demonio, aburrido, se dedica a matar moscas. Con una punta rojiza y descarada que desprende calor con sólo mirarla. “Será doloroso, querida. Al menos al principio. Soy lo que se dice un hombre apasionado” –añade. Ana queda muda, hipnotizada por el bamboleo cadencioso y sin campanas que la mano distraída de Don diablo imprime a ese impresionante miembro.

Como sigue ensimismada, el hombre, con un golpe de cadera, cambia la trayectoria del citado bamboleo, dirigiéndolo hacia la arrodillada monja que, al ver la punta rojiza abalanzarse contra su cara, da un movimiento de cabeza volviendo a la realidad. “Decía, querida, que será doloroso” –replica el hombre. La monja suspira. “En tal caso, aguantaré como aquellas antiguas mártires que morían ensartadas en las espadas de los infieles, o como San Sebastián, al que clavaron numerosas saetas sin que se quejara y continuaron disparándole hasta darlo por muerto, pero sobrevivió para seguir defendiendo el nombre de Dios ante el emperador Diocleciano” –le respondió la monja. “Otra buena analogía, y nunca mejor dicho” –dice Luciano con una pervertida sonrisa. El hombre tiende una mano para ayudarla a levantarse y sin soltarla, la hace girar despacio, cual bailarina atrapada en una caja de música, mientras los ojos lascivos se recrean en cada una de las redondeces de su anatomía. Cuando la tiene de espaldas, le indica que pare. Puede sentir la mirada clavada en su robusto trasero, que se ensanchaba con generosidad desde la cintura estrecha hasta el punto de poner a prueba la resistente tela del hábito. La inspección visual da paso al tacto y la mano masculina empieza a medir por palmos el grosor y volumen de las nalgas de la monja. Los dedos se clavan en las nalgas y saborearon la dureza de los glúteos juveniles mientras el hombre chasquea la lengua con aprobación y una Ana poco acostumbrada a los impúdicos manoseos contiene el aliento sin atreverse a girar la cabeza.  “Acepto la oferta y la acepto porque ahora mismo no creo que pueda dejarte salir de aquí con el culo intacto, así que no me queda más remedio. ¿Necesitas prepararte, querida?” –dice Don diablo sin soltarla. Ana niega con la cabeza. Hace un esfuerzo para articular las palabras. Suspira con resignación. “Estoy dispuesta. Hice ayuno ayer y hoy, bebiendo sólo agua clara para purificar mi cuerpo y prepararlo para la prueba que el señor me tiene reservada. Vayamos a la sacristía y terminemos cuanto antes, por favor”  –dice al fin la moja. El hombre ríe de nuevo. Parecen hacerle gracia todas las ocurrencias de la monja. “¿A la sacristía para qué? ¡Aquí mismo! Entra al confesionario y saca el culo para fuera. Yo me ocupo del resto. Ese cojín tan cómodo que tiene el cura para sentarse te ayudará a estar de rodillas y el espacio cerrado ahogará los gritos. Al fin y al cabo, la dichosa cabina está hecha para que no se escuche lo que ocurre en su interior” –dice Luciano con un tono lujurioso. “¿Y si viene alguien?” –pregunta Ana. “Es tarde, querida. Las cuatro viejas beatas que pisen esta capilla ya están durmiendo, y tus hermanas metiditas en sus celdas, solas o en compañía, a gusto de cada cual. Estamos tú y yo solos, y éste es el lugar en el que voy a desvirgarte el culo. Así que adentro” –le dice Luciano en tono de orden. El hombre señala el oscuro interior del confesionario. Ana duda. Sus piernas están rígidas, se niegan a moverse. La mano masculina se apoya en su espalda, más debajo de lo socialmente aceptable y la empuja sin dureza pero con convicción hacia el asiento tapizado en terciopelo rojo donde habitualmente un sacerdote somnoliento finge escuchar el pecado cotidiano de un puñado de ancianas. Apoya una rodilla. Luego otra. Ambas tiemblan. Las manos se aferran al respaldo de madera. Se inclina echando el trasero hacia atrás, hasta que sus nalgas sobresalen entre las pesadas cortinillas que ocultan el interior del confesionario. Siente el dedo del hombre sobre su columna, aumentando la presión hasta que resulta molesto. Ana entiende. Arquea la espalda y su culo sube, quedando en pompa y dispuesto para el disfrute de su comprador.

El hábito se levanta impulsado por dos manos ansiosas. Le siguen las bragas, desgarradas, arrancadas del lugar que le corresponden para acabar hechas tiras junto a los mocasines impecables del macho que va a perforarla. Su retaguardia expuesta prueba el aire de la noche colándose entre sus recovecos y el calor de las velas iluminando la piel tersa de sus nalgas. Las garras del diablo se clavan en sus ancas y las separan, permitiéndole examinar el virginal tesoro que ocultan. “¡Adorable! ¡Tan pequeñito y arrugado! Casi me da pena lo que voy a hacerte–dice el hombre. Ana tiembla sin contestar. Llegado este punto no tiene nada que decir. Es un juguete nuevo en manos de un niño travieso, cumpliendo su cometido hasta que se canse de él. Las manos obscenas liberan sus nalgas y deja de sentir la presencia del hombre tras ella. No se atreve a apartar la mirada de la oscura pared del confesionario. Escucha el ruido del metal contra el mármol, los cajones que se abren y cierran en el altar, los pasos que vuelven y la mano firme que separa de nuevo sus nalgas. “He encontrado algo de aceite, querida. De oliva, si no me equivoco. Todo entra mejor con aceite de oliva” –le dice el pervertido hombre. “Son los óleos sagrados” –le dice ella.  “Pues dale las gracias a Dios por la  misericordia que le da a tu culo y lo haya puesto para darle un mejor uso” –le dice el ser hereje. El hombre derrama aceite sobre el nacimiento de sus nalgas. El aceite recorre un lento camino hasta la línea que las separa, se convierte en un riachuelo dorado que avanza en su tranquila caída directo al pozo de la lujuria. El dedo aceitoso de Luciano la apuntala. Su orificio cerrado siente la presión y la humedad mientras las gotas viscosas resbalan desde la yema colándose entre los pliegues de su entrada de servicio. Aumenta la presión. “¡Ábrete, sésamo!” –dice el hombre en tono de broma mientras empuja. Su esfínter cede poco a poco y el intruso entra sin ser invitado. Falange a falange se va colando en su interior, despacio, con esfuerzo, pues pese a haber penetrado en el sendero, sus paredes profanadas se resisten a la invasión apretándole en su camino. Llega hasta el fondo y se queda allí, girando sobre sí mismo antes de retirarse con la misma dificultad con las que conquistó la entrada. Arde y Ana aprieta los dientes aguantando, por sus hermanas, el dolor soportable de la primera penetración de su vida. Tarda en llegar, en recorrer el camino angosto, pero al final queda encajada, firmemente embutida en el interior de su cuerpo. Ana vuelve a respirar, expulsando el aire mantenido durante todo el recorrido interminable. Se siente llena de macho, ensartada en el hombre que la ha hecho pagar con su virtud el precio de la salvación, el hombre que estampa la pelvis contra sus nalgas buscando afianzar su conquista y sonríe satisfecho ante la consumación del primer asalto. “¡Qué culo tienes, criatura! ¡La verdad es que me lo has puesto difícil!” –dice Luciano.

Don diablo sigue en su interior. Sale y entra una vez más. Dos veces. Tres. Despacio, sin el ímpetu de las embestidas anteriores, busca prolongar el contacto, recrearse en los últimos pozos de la lujuria. Ana siente cómo se contrae la dureza que la ha dilatado, como sale finalmente de su interior dejando en su retirada una humedad que la inunda, espesándose al contacto del aire frío de la noche que se cuela por su orifico abierto. Un azote firme sobre su nalga marca el final del aberrante acto. “¡Oh, querida, ha sido maravilloso! ¡Un culo digno del precio que he pagado por él!” –dice Luciano. Ana se vuelve para mirarle. Intenta aparentar firmeza, pero hay rubor en sus mejillas. “¿Dejará en paz el convento?” –le pregunta ella. “¿El convento? –Don diablo asiente mientras acaricia distraído las nalgas de la monja. “Sí, sí, claro. Cumpliré mi parte. Congelaré los intereses y retrasaré la ejecución del embargo hasta el siguiente plazo de cobro” –le dice. Ana asiente, aliviada. Don diablo sonríe. “Así que nos vemos la semana que viene” –le dice mirándola a los ojos. “¿La semana que viene?” –le pregunta la chica con asombro. La monja se levanta encarando a su verdugo con los ojos abiertos por la sorpresa. Un grueso goterón blanco cae sobre el terciopelo rojo de la silla del confesionario, pero no le presta atención. “Y la otra, y la otra. Así hasta que la Reverenda Madre o el Ilustrísimo Arzobispo empiecen a pagar. Si es que tienen intención de hacerlo. La deuda no seguirá subiendo, querida, pero no va a pagarse sola” –le dice responde Luciano. “¡No puede hacerme esto!” –exclama la monja. “En realidad sí. Ese era el trato. Aunque si quieres una alternativa” –dice Don diablo. “¿Sí?” –pregunta la monja mientras suspira. Don diablo se inclina sobre Ana. Sus labios buscan el oído de la muchacha. “Ven conmigo, fuera de este lugar. Un pajarillo como tú luce más sin una jaula. Eres una mujer hermosa, más aprovechable fuera del convento. Podrás traer al mundo hijos hermosos una vez tengas la libertad de ofrecerme tu vagina virgen” –le susurra. Ana niega, más para sí misma que para el hombre.  “¡No! ¡No puedo hacerlo, este es mi lugar!” –le responde. Don diablo asiente en silencio. Recompone su traje y en un instante vuelve a estar tan impoluto como cuando llegó. “En tal caso, querida, vendré cada semana a darte por el culo hasta que te decidas. Antes o después entenderás que eres una hermosa joven rodeada de viejas y que ni las cuatro beatas que visitan el convento ni el palacio de verano del Arzobispo merecen tu sacrificio” –le dice él. Al ver la convicción de la joven monja sonríe y le dice: “¿Qué crres que piensa tu Dios de lo que acabas de hacer?”. Ana no sabe que decirle. Se queda en silencio y ve como aquel hombre está decido a irse. 

Don diablo se gira dispuesto a marcharse. Antes de abandonar la capilla se detiene. Se vuelve. Mira a la monja. “Una última cosa” –dice acercándose a Ana. Busca en el bolsillo de la chaqueta y extrae un fajo de billetes. Lo enrolla. La mano con el dinero rodea el costado de Ana y baja hacia sus nalgas. La muchacha siente el cilindro de papel internándose en su orificio que ya había empezado a cerrarse. Da un salto y tiene que apoyarse sobre el pecho del Diablo. El hombre sonríe. “Esa hermosa boquita tuya podría ayudarte a ganar un dinero extra. Úsalo para ir pagando la deuda, para ayudar a los pobres o para darte un caprichito. Lo que prefieras” –le dice ella. El hombre aprieta hasta que el cilindro queda encajado en el culo de la monja. La mano se retira acariciando sus nalgas. “Considera esto un anticipo” –le dice. Ana se queda mirando como el hombre se perdía en la oscuridad de los vacíos pasillos de la capilla, la figura del tentador desapareció y ella se fue a su celda. Lo único que pensaba era en rezar y mostrarse sumisa ante Dios para que pudiera perdonarlo de ese pecado lujurioso que había cometido.

Arrodillada a los pies de su cama pensaba en lo que le había dicho Luciano en cómo usar su boca para ganar dinero, no sabía a que se refería, pero quería indagar más al respecto. La mañana siguiente se levantó temprano y se fue al despacho de la Madre Superiora. “¡Ya está hecho, por lo menos esta semana estamos a salvo!” –le dice la joven. “Agradezco lo que hiciste por el convento y sé que Dios está complacido por tu acción” –le dice la Reverenda Madre. “Anoche don Luciano me dijo que usara mi boca para ganar dinero. ¡Madre! No sé a qué se refería” –le dice ella. “Hija mía, hay cosas que ciertas mujeres hacen para dar placer a los hombres” –le dice la Madre Superiora. “Sigo sin entender Madre!” –le dice Ana. “Es sencillo, lo que te quiso decir fue que hagas lo mismo que las meretrices de la cantina y la calle, que uses tu boca para darle placer a los hombres” –le dice la Superiora. Ana se persigna sin dar crédito a lo que acababa de escuchar. “¡Es un cerdo!” –le dice Ana. “No hija, un cerdo tiene más dignidad que ese hombre” –dice la Superiora. “Una cosa es que le haya entregado mi culo, pero no quiere decir que me voy a convertir en puta para darle en el gusto” –le dice la joven monja. “Eso lo tengo claro, hija” –le dice la monja mayor. Ana le pide su anuencia para salir del despacho, la Madre Superiora asiente.

La mente de Ana estaba tan enredada como una madeja de lana, se pasea por los jardines del convento y piensa en todo lo que ha tenido que vivir en tan pocos días, no sabe si debe seguir adelante cumpliendo los caprichos lujuriosos de ese hombre u olvidarse de lo sucedido y que Luciano cobre la deuda y que se vaya a la mierda el convento, pero su vocación era más grande que la deuda del Arzobispo. Cuando llegó la noche en que el hombre vino a “cobrar” la monja ya lo esperaba. La tenebrosa noche estaba adornada por la luz de la luna que se colaba entre los vitrales. “Veo que estás dispuesta a darle una semana a este montón de piedras” –dice Luciano. “No quiero que este lugar santo se destruya” –le dice Ana. El hombre se ríe de manera descarada. “¿Santo? En los lugares santos no pasa lo que aquí. Acompáñame” –le dice. Le extiende la mano y caminan por el angosto pasillo en que están las celdas, por la primera celda que pasan es por la de la Madre Superiora. La joven escucha gemidos adornados de lujuria, sigilosamente el hombre abre la puerta y la imagen de la Madre se dibuja entre las sombras. Lo que la muchacha ve la deja con estupor, la Madre Superiora estaba con las piernas abiertas y metiéndose uno de los cirios de la capilla en su vagina, la mujer gemía como endemoniada sin imaginar que era observada. Luciano se pega a las nalgas de la monja y le dice: “Ves que tan santo no es este lugar. Todas las monjas que están aquí son unas putas adictas al sexo, tú eras la más decente pero te has convertido en una más”. La monja suspira contrariada, en cierta forma tenía razón, podría perfectamente negado pero no lo hizo.

Siguieron por unos minutos más parados viendo como la Madre Superiora se retorcía en la cama disfrutando de forma demencial de ese cirio que le daba placer. “¿Si quieres nos vamos?” –le pregunta don Diablo. “No, no es necesario, quiero mirar más” –le responde la chica. “Entonces entremos” –le dijo. Abrió la puerta de par en par y entraron a la celda. La Superiora al verlos, le dice al hombre: “Ahora que tienes juguete nuevo ya no me visitas”. El hombre sonríe y le dice: “No es necesario que esté aquí para hacerte disfrutar, sabes que soy dueño de tus pensamientos, de tu cuerpo y la calentura que te consume”. “Lo sé, pero extraño a ese perro negro con los ojos inyectados sangre que visita mis sueños” –le dice la Reverenda Madre. El hombre se baja el cierre de su pantalón y saca su verga, le dice a la Superiora: “Déjate de palabras y chupa inmunda puta del infierno”. Ana estaba de pie viendo como la Madre Superiora engullía el miembro de Luciano, era hábil en hacerlo, en su cara se dibujaba el placer y la lujuria, el hombre la mira y le ordena: “¡Quítate el hábito!”. La muchacha obedece, quedando solo con la larga enagua que cubría su cuerpo. “¡Desnúdate!” –volvió a ordenarle. Ella obedeció sin decir nada, mientras la Superiora seguía tragando esa verga que apenas le cabía en la boca. “Ahora como esta meretriz aprenderás a usar tu boca” –le dice Don diablo.

Ana quedó estupefacta, la tentación era tan grande que la hacía babear. Luciano le hizo señas para que se acerque y con su índice apuntó el piso, señal de que la quería de rodillas. Ella obediente se puso de rodillas, Luciano pasaba la punta de su verga por el rostro de la joven mientras la Superiora se masturbaba como una loca. “¡Abre la boca!” –le ordenó el hombre. Su mandíbula se separó y la verga de Luciano entró, le dijo que apretara los labios para empezar con la felación, Ana no sabía cómo hacerlo pero con empeño y lentamente aprendió a hacerlo, tenía fresca en su mente la imagen de la Superiora haciendo lo mismo. “¡Vaya sí que aprendes rápido!” –le dice Luciano. La Superiora se retorcía en la cama por el placer que la inundaba, no se perdía detalles de cómo la joven chupaba la poderosa verga de Don diablo, eso la calentaba demasiado, sintió como su cuerpo ardía y su respiración agitada era la evidencia de que estaba en lo más profundo del infierno de placer. “Ahora que ya sabes usar tu boca, aprenderás a usar tu lengua” –le dice Luciano. Le ordena a la Superiora ponerse de espaldas y abrir sus piernas, le ordena a la chica que coloque su boca en la húmeda y candente vagina de la mujer. La tomó de las caderas y la dejó con su culo en pompa antes de consumar la penetración anal, le dice: “Ahora, lame, lame como lo haría una perra sedienta”. Lentamente empezó a lamer la vagina de la Madre Superiora. “Eres toda una putita” –le dice la monja a Ana, mientras Luciano penetra lentamente su culo, el dolor era intenso, pero lo mitigaba con los fluidos de la vagina de la Superiora que la hacía embriagarse hasta sentir placer.

Don diablo se toma fuertemente de las caderas de Ana y la embiste con fuerza, cada vez más rápido y con más fuerza, ella seguía deslizando su lengua por el clítoris hinchado de la Madre, el placer en ambas era total, era perderse en el infierno de placer. Las embestidas de Luciano eran intensas, Ana sentía como su culo le abría espacio a esa verga que le arrancaba alaridos y  la hacía disfrutar, entendió que su propósito no era solo ser monja sino también usar todo lo que estuviera a su alcance para mantener el convento con vida. Ahora todo le hacía sentido, sobre todo al estar devorando la vagina de la Reverenda Madre. De pronto, sintió como el semen de Don diablo le llenaba el culo, así como bebía los fluidos de la Superiora inundar su boca, el placer fue único y perverso. Cerró los ojos y le disfrutó como una cerda de ese lujurioso placer, cuando abrió los ojos, Luciano se había esfumado de la celda y estaba solo con la Superiora que suspiraba por el placer recibido.

“Has aprendido bien” –le dice la Madre Superiora. Luciano Bianchi siempre viene y toma lo que quiere” –le dice la Reverenda Madre. A la chica ya no le importaba nada, recordó las palabras que Luciano le dijo a la Superiora: “sabes que soy dueño de tus pensamientos, de tu cuerpo y la calentura que te consume”. Ahora, ella estaba en la misma situación de las monjas que Vivian en se profano lugar cargado de lujuria y perversión.

 

 

 

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miércoles, 26 de marzo de 2025

100. Las perversiones sexuales de mi jefe 2

 

Faltaban 15 minutos para las nueve de la noche e iba en un lujoso auto negro rumbo a mi casa o al menos eso creía. Me había comunicado con anterioridad con mi madre vía telefónica por lo iba algo tranquila.

A un lado de mí, el señor Hernández conducía el auto y era la salvación para la enfermedad de mi madre debido a su alto poder económico, pero eso tenía un precio y era algo que hace una hora lo había aceptado; Cumplir todas las cosas pervertidas que él quisiera hacerme como la de hace rato; dejar que me cogiera y manoseara a placer por atrás y adelante, y contestar todas sus morbosas preguntas. Suspiré mientras veía la ciudad nocturna por la ventana del auto, trataba de asimilar el hecho de que entregarle mi cuerpo era la única solución para salvar a mi madre, pagarle el préstamo a mi arrendador y tener una estabilidad económica para tener una vida tranquila con mi madre. Bueno tranquila en el aspecto de salud y económico porque el infierno que me esperaba con este pervertido y degenerado apenas comenzaba. Seguí mirando la vista nocturna de la ciudad y meditando sobre mi futuro cuando de repente, sentí sus gruesos dedos masajeando mi vagina y sacándome de mis pensamientos, hice una mueca de molestia, giré lentamente mi cabeza para ver al sujeto que durante no sé cuánto tiempo tendría que estar satisfaciendo sexualmente en la cama y de soportar todas sus perversiones en mi cuerpo.

Me miraba con una cínica y sátira sonrisa, me dijo sin dejar de manosear mi intimidad: “Supongo que has de estar un poco incómoda con mi semen en tu vagina ¿Verdad preciosa?”. Ganas de lanzarme sobre de él y ahorcarlo no me faltaron y dándole una tímida sonrisa le dije con el mismo tono: “Este, Si señor, un poco. Comprenda que jamás me había pasado esto”. “Preciosa perdóname, pero no pude evitarlo, me hiciste una maravillosa paja con tus suaves manos que por eso eyacule tanto” –me dijo dándome una mirada de súplica. Sonrojada por lo que dijo busque tranquilizarme y le dije: “No se preocupe señor”. Escondiendo la verdad de lo molesta que estaba le di una falsa sonrisa. “Gracias preciosa, pero ¿Sabes? Me siento culpable por el molesto momento que debes estar pasando, quiero conocer a tu madre y platicar un rato con ella y me sentiría molesto al saber el momento incomodo por el que estás pasando. Mira, vamos a un negocio de lencería que conozco y te compro unas pantaletas nuevas, ¿sí?” –me dijo. Me dio otra mirada suplicante, por mi parte pensé que este infeliz quería hacerme otras de sus perversiones degeneradas. ¿Pero que podía hacer? ¿Negarme? Era más que imposible debido a mi situación, suspire profundamente resignada y acepté.

Rato después estábamos en un lujoso centro comercial de la zona oriente de la capital, salimos y comenzamos a caminar dentro del lujoso centro comercial. No es necesario decir lo incomoda que iba usando unos pantalones de mezclilla ceñidos y sin usar pantaleta, el cierre metálico del pantalón se rozaba con mi vagina y si a eso le agregamos que esa parte de mi cuerpo estaba empapada de su viscoso y repugnante semen, sentía que me moría de la vergüenza al pasar junto a la gente. ¿Cuál sería la reacción de algún hombre que supiera que no llevaba pantaletas y que mi vagina estaba empapada de semen? La respuesta no me tardo en llegar al sentir como el culpable de mi incómoda situación me abrazó por mi cintura y se me quedaba viendo con lujuria en mi entrepierna, cerré mis ojos buscando tranquilizarme para no matarlo ahí mismo. Finalmente llegamos a un lujoso local de lencería que tenía simplemente el nombre “LE FRANCE” en la entrada y simplemente se me ocurrió pensar el costo que podría tener una pantaleta en ese lugar.

Al entrar un sujeto flacucho, calvo, orejón, de lentes y unos dientes salidos que hacían que su cara pareciera la de un ratón nos recibió y dijo: “¡Buenas noches ¡¿En qué puedo…? ¡Oh! ¡Sr. Hernández buenas noches!” –dijo emocionado el cara de ratón cuando vio a mi dolor de cabeza. “Buenas, Luis, mira te presento a la señorita Silvia Sánchez” –le dijo orgulloso. El cara de ratón tenía al igual que mi jefe una mirada de lujuria en los ojos y se me quedó viendo fijamente, me miró de pies a cabeza, fijándose en mi entrepierna y en mis senos, desnudándome con la mirada, incomoda por la forma en como me miró no me fue difícil pensar que era otro bastardo degenerado como el señor Hernández. “Mucho gusto señorita, soy Luis López, dueño de este lugar y un gran amigo del Sr. Hernández” –me dijo tomando mi mano derecha y dándole un beso como si fuera un caballero, solo pude sentir asco al sentir sus labios en mi mano pero tuve que darle mi falsa sonrisa y correspondí al saludo. De la manera más tranquila y natural el maldito de mi jefe dijo: “Luis, por circunstancias que no prefiero comentar la señorita no está usando pantaletas, entrégale un par de las mejores”. Yo me puse más roja que un tomate, abrí mis ojos y boca como platos al escuchar lo que dijo ¡Pero que malnacido! –pensé. Como era de esperarse, el cara de ratón también hizo el mismo gesto que yo en su rostro pero como era de esperarse, eso lo calentó, lo noté al ver como su verga se marcaba en la tela de su pantalón. ¡Hombres, como los odio! “¿Eh? ¡Ah! Oh si, claro, claro Señor, pasen por aquí por favor” –dijo el cara de ratón recuperándose de la calentura. El infeliz de mi jefe me tomo por la cintura y entramos al negocio, pero le dijo en un tono de mandato: “¡Cierra tu negocio, no quiero interrupciones!”.

El jefe tenía sus enormes manos en mis brazos, sujetándome suavemente para mantenerme quieta y evitar una tímida resistencia que estaba teniendo cuando el cara de ratón me estaba quitando los pantalones, el jefe comenzó a besarme en mi mejilla, al tiempo que me susurraba al oído. “Tranquila preciosa, no tengas miedo. Además, ¿no te excita que dos hombres te ayuden a ponerte tu ropa interior?”. Yo quería morirme, gritar, salir huyendo, pero, sabía que no podía, estaba enganchada a ese despreciable sujeto debido a que de él dependía la vida de mi madre. Finalmente deje de oponer resistencia y desvié mi mirada al suelo buscando que mi cabellera negra cubriera mi avergonzado rostro. Sin embargo, el jefe me soltó un brazo y descubrió mi rostro quitándome el pelo caído, hizo que me parara recta y comenzó a lamer y besarme mis tetas, el otro al tener cerca de su rostro mi vagina, abrió como plato su boca y su enorme erección se acrecentó, con sus manos temblorosas por la excitación terminó por quitarme los pantalones, sentía que me moriría, pero ya no opuse resistencia alguna. Entonces ese cara de ratón colocó sus temblorosos dedos en mi vagina y los acaricio y me dijo: “¿Semen? Dios, sí, esto es…” –alcanzó a decir cuando fue interrumpido por el señor Hernández: “Mi semen idiota ¿Algún problema?” –dijo el jefe con un tono nada amigable. “¿Eh? Ah, no señor para nada” –contestó muy nervioso el dueño de la tienda. Mientras, yo deseaba  la muerte por estar siendo humillada de esta manera. En ese momento el jefe le entregó una pequeña cubeta de plástico con un trapo y le dijo: “Toma, límpiale bien a la señorita su vagina”. “No, ¡no por favor!” -supliqué mentalmente, mientras una infinita tristeza inundaba su ser. “Tiene razón señor. Vaya si la señorita tiene manchada su vagina” -dijo completamente excitado el dueño de la tienda. Sentí morirme al sentir la mano de ese hombre poner la toalla en mi vagina y comenzar a moverla para quitarme el semen del jefe. “¡Dios, qué hermosa vagina tiene señorita” –dijo el hombre mientras que con su otra mano se estaba frotando la verga encima del pantalón.

Yo solo quería morirme, y más cuando sentí como la mano derecha del jefe comenzaba a acariciarle suavemente las nalgas con movimientos circulares y me dijo: “Preciosa, que piel tan tersa y suave tienes” “Es hermosa ¿Verdad?” le dijo el cara de ratón, él estaba muy caliente al ver la reacción del jefe sobre algo que consideraba su propiedad e importándole muy poco mi sufrimiento. “Termina de limpiarle la vagina a la señorita” –le dijo el jefe sacándolo de sus fantasías eróticas. “¡Este…! ¡Sí señor!” –le dijo. Siguió limpiando mi intimidad hasta que terminó, cuando lo hizo por pudor inmediatamente me la cubrí. “Bueno preciosa, vamos a ponerte esta linda lencería” -dijo el señor Hernández mientras el excitado cara de ratón tomaba la prenda, la cual era una tanga color verde, comenzó a ponérmela y cuando llegó a la altura de mi vagina, tomó con su mano mi muñeca y me dijo: “Disculpa preciosa, pero tengo que quitar tu mano de ahí para poder ponerte la tanga. Lo hizo con alguna resistencia mía y dejó al descubierto nuevamente mi vagina, el hombre tragó saliva al ver mi vagina y me dijo: “¡Caray preciosa! Honestamente, tienes una deliciosa vagina”. Mordí mi labio, solo quería morirme de la vergüenza. Finalmente me coloco la prenda la cual se ajustó perfectamente a mi cuerpo, dejando al descubierto una buena parte de mis glúteos. “¿Cómo le quedo Luis?” –le preguntó mi jefe. “Perfecta señor, la tanga se ajusta perfectamente al contorno de la señorita” –le respondió. “Perfecto, quítasela y ponle otra” –le dijo. Yo quise morirme al escuchar eso, el hombre obedeció y suavemente volvió a dejar al descubierto mis partes íntimas, resignada solo cerré mis ojos al ver como volvía a darle una mirada a mi vagina. El proceso se repitió con tres pantaletas, al terminar de probarme la última me la volvió a quitar, dejándome completamente desnuda esa arte de mi cuerpo. “Me llevo todas Luis, hazme la cuenta, ¿sí?” –le dijo el señor Hernández. “Sí, claro, como usted diga señor Hernández” –dijo el hombre temblando de excitación y al levantarse fue evidente la enorme erección que tenía y salió del pequeño cuarto. Al quedar a solas con el jefe, él me dijo: “Preciosa todo esto me excito ¿A ti no?”. “Yo, no señor, para nada” respondí sin atreverme a mirarlo. “Pues a mí sí y mucho” –me dijo y con horror vi como comenzaba a desabrocharse el pantalón y dejarlos caer al suelo junto con su calzoncillo, para dejar al descubierto su verga completamente erecta.

En ese momento la vergüenza ya no podía más conmigo, me sentía horrible, sabía lo que vendría y que tendría que afrontarlo. “Señor, ¿qué intenta hacer?” –le pregunté aunque sabía cuál sería su respuesta. Sonrió, me tomó por la cintura y me dio un ardiente beso en los labios. Después se agachó y puso su rostro a la altura de mi vagina, la empezó a lamer con furiosos lengüetazos y metía su lengua que se movía como un torbellino. “¡No señor!¡No por favor! Don Luis puede venir en cualquier momento y…” -¡Ah! Ya no puede seguir hablando ya que de una furiosa embestida el maldito metió su lengua en mi vagina y comenzó a saborear mi clítoris, al mismo tiempo que mi conchita comenzaba a humedecerse, los placeres del sexo oral comenzaba a recibirlos por primera vez en mi vida y mi cuerpo reaccionó involuntariamente a ellos. “¡Ah, Dios! “¡No!” –fue el gemido que di y me hizo arquear hacia atrás mi cuerpo al sentir esa poderosa ola de placer involuntario que nació dentro de mí al sentir la lengua del maldito saborear y lamer la zona más sensible de mi cuerpo. “Señor, aquí traigo la factura de su... ¡Oh Dios!” –fue lo único que alcanzó a decir el cara de ratón al ver como mi jefe estaba poseyéndome con su lengua, giré mi cabeza para verlo y con lágrimas en los ojos le dije: “¡Por favor, salgase! ¡No nos vea!”. Pero ese maldito roedor no me hizo caso, nos siguió viendo fijamente mientras que con su mano izquierda masajeaba su verga erecta. “Déjalo que vea preciosa, eso me calienta más” –dijo el malvado de mi jefe y comprendiendo que a él no le importaba para nada la humillación que estaba sufriendo, cerré los ojos y comencé a llorar en silencio. Así por espacio de 5 minutos el cara de ratón observó en silencio como era poseída salvajemente por el corpulento hombre por medio del sexo oral hasta que sin poder contenerse, el dueño de la tienda dijo: “¡Señor, por favor! ¿Podría?”. Mi jefe respondió entre jadeos: “¡Hazlo, pero ya sabes que es lo único que te permito!”. “Gracias” –respondió temblando de excitación y comenzó a desabrocharse los pantalones y sacando su verga. “¿Qué va a hacer el?” –pregunté temiendo lo peor, mientras un rictus de dolor se formaba en mi rostro por al estar siendo penetrada por la repugnante lengua del jefe. El cara de ratón se arrodillo dejando a la altura de su cara mis nalgas, colocó sus manos en mi cintura y comenzó a lamerlas y a besarlas, ante mi desconcierto total, finalmente loco por la lujuria el hombre me abrazó por la cintura e introdujo su rostro en la división de mis nalgas y comenzó a meter furiosamente su lengua en mi ano mientras que con su mano izquierda comenzaba a masturbarse. “¡Ah, mierda!” –fue el gemido que lancé al sentir la viscosa lengua del cara de ratón introducirse furiosamente en mi ano. Además, de recibir por primera vez en mi vida el llamado “Beso negro”. “¡Me duele!” –dije suplicando y cerrando mis ojos muy fuerte, pero mi suplica fue ignorada por ambos y resignada apreté muy fuerte mis dientes y rogando a Dios que mi martirio terminara.

Parecían poseídos jugando con mis agujeros, aunque no puedo negar que en cierta forma también estaba disfrutando de lo que hacían, pero no quería que se dieran cuenta. Después de quince minutos de los cuales fueron una eternidad para mí, el señor cerdo de mi jefe llegó al clímax.  Se puso de pie y me dio un ardiente beso en los labios, después comenzó a frotar su verga furiosamente y descargando todo su contenido en mi vagina, empapándola nuevamente con su asqueroso semen. “¡Ah, qué rica puta!” –exclamó el maldito bastardo en su calentura, muy triste con mis ojos cerrados dejé salir un par de lágrimas de dolor y tristeza al sentir como otra vez el pervertido empapaba mi conchita con su asquerosidad viscosa. Mientras el maldito cara de ratón ajeno a mi dolor y sufrimiento siguió metiendo y sacando su lengua dentro de mi orifico anal, sin embargo al ver lo que el jefe me hizo el maldito también se levantó y se masturbo furiosamente y dejándome empapadas las nalgas con su viscoso y tibio semen. Ambos hombres jadeando por el esfuerzo que habían hecho me abrazaron, el jefe comenzó a besarme en el cuello y diciéndome mientras seguía frotando su verga en mi abdomen: “¡Gracias preciosa, fue maravilloso!”.

El cara de ratón me sujetaba por mi cintura, sentí morirme cuando colocó su aun erecto pene entre mis nalgas y comenzó a frotarlo de arriba hacia abajo, me besó el cuello y me dijo jadeando de excitación: “¡Gracias jovencita, fue una experiencia maravillosa la que me diste!”. Seguí llorando en silencio y si no fuera porque su madre la necesitaba no hubiera dudado en quitarme la vida después de la humillación que había sufrido. Todas mis ilusiones y sueños que tenía ya se habían ido al drenaje y más cuando sabía que mi destino seria convertirme en el juguete sexual de ese infeliz, pero del cual dependía la vida de mi progenitora. Finalmente después de un par de minutos los cuales fueron un infierno para mí, el jefe separó su glande de mi abdomen y me dijo mientras acariciaba mi rostro: “¡Gracias preciosa, esto estuvo maravilloso! ¡No sabes cómo lo disfruté!”. No le contesté, simplemente bajé mi mirada, ya nada le importara, el jefe me vio pero se quedó callado, se subió sus pantalones y le dijo al cara de ratón que seguía disfrutando el estar masajeando su verga entre mis nalgas: “Voy al baño, Luis, ayuda a vestir a la señorita”. Despegando su verga de mi culo, el sujeto le respondió: de mi trasero el sujeto le dijo: “¡Sí señor! ¡No se preocupe!”. El cerdo infeliz Salió tranquilamente después de acomodarse su pantalón.

Al quedarnos solos, me abrazó por la cintura y volvió a frotar su repugnante verga contra mis nalgas y haciendo un extraño chasquido al frotarlo contra su propio semen, yo por mi parte, estaba respirando profundamente buscando recuperarme de la vejación sufrida por lo que no opuse resistencia alguna. Finalmente el infeliz se cansó y me comenzó a besar en el cuello y me dijo: “¡Gracias jovencita! No sabes lo feliz que me has hecho, considera tus pantaletas un regalo de mi parte por el maravilloso momento que me hiciste pasar”. No le contesté, me sentí más humillada cuando escuché lo que me dijo el tipejo. “¿Eso era lo que valía mi dignidad? ¿Un par de pantaletas?” –pensé. Con lágrimas le dije: “¡Ya! ¡Por favor! ¡Deje que me vista!”. El hombre sonrió y me dijo: “Sí, claro jovencita”. Entonces el jefe entró y al ver la escena lejos de molestarse le dijo a Luis con una cínica sonrisa: “No creo prudente que la señorita se ponga las pantaletas, mira como la dejaste, más bien como la dejamos”. “Sí señor, tiene razón” –dijo el cara de ratón mientras se subía los calzoncillos y se abrochaba su pantalón. Se acercó a mí Luis y me dijo poniendo cerca su rostro del mío: “Preciosa ponte tus pantalones, comprende que no puedes usar pantaletas, las ensuciarías y comprende que como son nuevas…”. “De acuerdo, entiendo Señor” –le dije interrumpiéndolo. Me separé de él y comencé a ponerme mis pantalones ante la mirada lujuriosa de ambos sujetos. Salimos del vestidor, ellos felices y contentos, yo vejada y humillada mirando hacia abajo. “Okey Luis, ¿cuánto te debo?” –dijo mi jefe sacando su billetera, el cara de ratón lo miró extrañado y le dijo: “¿Qué? ¡Nada señor! Después del maravilloso placer que me permitió tener con la señorita las pantaletas van por mi cuenta”. El jefe sonrió cínicamente, sacó cinco billetes de veinte mil pesos y se los metió al cara de ratón en su boca y le dijo: “Entonces te dijo propina por la atención”. Luis solo asintió con la cabeza sin sacar los billetes de su boca, el jefe me tomó por la cintura y abandonamos el lugar, sin atreverme a mirarlo bajé mi cabeza mientras al caminar sentía en mis glúteos y vagina el repugnante semen de los malditos bastardos.

En silencio y sin decir nada subimos al auto y enfilamos a mi casa y lo que más me dolía era que tendría que presentarle a este desgraciado a mi madre y sin poder decirle la vejación a la que fui sometida. Cuando entramos, mamá estaba en su cuarto recostada, ya era tarde y se sentía cansada. “Pase señor Hernández” –le dije. Tiernamente desperté a mi madre y al abrir los ojos me dio una sonrisa, con su voz casi inaudible me dijo: “Estaba preocupada, pensé que te había pasado algo”. Qué ganas de decirle lo que había pasado pero guardé silencio. Le dije que estuvimos resolviendo unos problemas en el trabajo y que mi jefe amablemente se ofreció a traerme. Apenas terminé de hablar, se acercó a mi madre y le dijo: “Es un gusto conocerla señora, quiero que sepa que tiene una hija excepcional y me contó lo que le estaba pasando y nuestra empresa está dispuesta a correr en todo con los gastos de su enfermedad”. “Es usted muy amable señor y le agradezco que tenga esa deferencia conmigo” –le dice mi madre sin sospechar el precio que estaba pagando para su bienestar.

Él se fue y al momento de despedirse me dice: “Bueno, ya sabes lo que debes hacer” . “Lo tengo claro señor, usted no se preocupe. Seré su puta cuando usted lo requiera” –le respondí. Cuando vi que el auto se alejaba me fui al baño para darme una ducha y así intentar olvidar lo sucedido. El agua caía por mi cuerpo, me sentía sucia, pero de pronto la sensación cambió y me empecé a calentar al pasar la esponja con jabón por mis tetas, mi conchita se empezó a mojar y terminé masturbándome en la ducha, no sé si era por recordar como esas lenguas se movían por mis agujeros o por el hecho de estar en la seguridad de mi casa y disfrutar un momento del placer que me había negado en el día.

 

 

 

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lunes, 24 de marzo de 2025

99. Las perversiones sexuales de mi jefe 1

 

Mi nombre es Silvia Sánchez, vivo en Santiago de Chile, tengo 25 años y la madre naturaleza me dotó con un cuerpo hermoso y escultural con medidas de 99 de busto, 65 de cintura y 99 de caderas. Labios carnosos y sensuales, acompañados de una larga cabellera negra que llega hasta mi cintura, pero para mi desgracia mi cuerpo se ha convertido en objeto de lujuria y deseo de los hombres. Más aun cuando me convertí en el objeto de deseo por parte de mi jefe el señor Hernández, un hombre de 45 años, macizo y con bigote. Tenía siempre el ceño fruncido y su voz era muy grave.

En esa ocasión estaba usando una blusa color vino que hacia resaltar mis abundantes senos y un pantalón de mezclilla ceñido que hacia resaltar mis carnosas nalgas. Al llegar a mi escritorio Laura, una mujer próxima a sus 40 años y que era la secretaria más cercana al señor Hernández por su antigüedad en el trabajo se acercó a mí y me dijo: “Preciosa, te llama el jefe, quiere que dictarte una carta”. Asentí y mientras me dirigía a su oficina Laura me dijo: “Preciosa recuerda que tu contrato temporal va a terminar y el jefe es quien da la decisión final sobre si te quedas o te vas”. Dándome una seria mirada, me puse nerviosa y la mujer me dijo: “Recuerda lo que te dije, usa tu simpatía y ese hermoso cuerpo que tienes para ganarte su aprecio ¿Sabes? Es muy probable que para dar su decisión final te invite a cenar o a ir con el a su casa privada con alberca que tiene. Finalmente es tu decisión”. Me guiñó el ojo y se marchó. Me quedé meditando en lo que me dijo la empleada de más confianza del Sr. Hernández que tarde o temprano tendría que intimar sexualmente con él para obtener el empleo. Finalmente dando un fuerte suspiro fui a la oficina del hombre.

Al llegar a la oficina toque la puerta y voz fuerte y ronca me dijo que pasara, tomé otro fuerte suspiro y entré. “Buenos días señor. ¿Me mandó llamar?” –le dije con algo de timidez. “Si preciosa, pasa por favor” –me dijo e inmediatamente pude sentir su ardiente mirada en mi cuerpo. “Este, toma asiento preciosa, voy a dictarte una carta” –dijo el sujeto con un poco de nerviosismo, era obvio que era debido a la excitación que estaba teniendo al estar viendo mi cuerpo y más con esas ajustadas prendas que estaba usando y que hacían resaltar mi voluptuoso cuerpo. Asentí y me senté en la silla que estaba enfrente del escritorio del señor Hernández. El trago saliva y con algunos problemas comenzó a dictarme una carta administrativa de proveedores y pidiendo sus fechas de entrega de su mercancía, pero sin poder dejar de mirar mi cuerpo. Después él se puso de pie y continuó dictándome y pasando junto a mí para poder admirar mejor mis tetas y mis piernas. Finalmente concluyo y me dijo: “Bueno preciosa necesito 3 copias de esas cartas para los departamentos de contabilidad, Recursos humanos y Bodegas”. “¡Sí señor, la redactaré enseguida!” –le dije y me levante. Él se quedó mirándome como desnudándome con la mirada, entonces sentí un escalofrío recorrer mi espalda y le dije: “¿Necesita algo más señor?”. “Si linda. Me gustaría que ahora platicáramos un poco sobre la terminación de tu contrato de trabajo” –dijo el hombre mientras se sentaba en su lujosa silla de cuero. Al escuchar eso sentí que las piernas me temblaban. “¡Sí señor!” –dije muerta de miedo, él sonrió al ver mi reacción y me dijo: “¿Sabes? Mientras platicamos me gustaría que arreglaras todos estos papeles que están desordenados en mi escritorio”. Por supuesto que sí señor” –le dije y me puse a un lado del hombre. “Acomódalos por departamento y fecha de recibido” –dijo reclinándose en su silla. Asentí con la cabeza y cuando comencé a ordenar los documentos el Sr. Hernández con su mano derecha me abrazo por mi cintura, provocando una sorpresa y desconcierto.

Por un momento pensé en mandarlo a la mierda, pero mi necesidad de trabajar me hizo tragarme mi puto orgullo. “Bien preciosa, como te decía, tu contrato vence la próxima semana” –me dijo con un tono serio. El escalofrío fue más intenso y con miedo pregunte: “¿Mi desempeño como ha sido señor?”. Él permaneció en silencio por unos segundos y yo acomodaba nerviosa los documentos. “Bien, muy bien, salvo por un pequeño detalle que puede perjudicarte” –me dijo serio. Temblé al pensar cual sería ese maldito detalle. “¿Me puedes explicar porque has tenido tres permisos en el mes para salir temprano del trabajo?” –me preguntó. Sentí temor cuando escuché eso y algo nerviosa respondí: “Bueno, este, como mi madre esta delicada de salud he tenido que llevarla de urgencia al Hospital en esas ocasiones señor”. “Bueno lo entiendo, pero comprende que eres una trabajadora que esta por contrato a plazo y esto puede afectarte en tu futura contratación, recuerda que varias compañeras tuyas están en tu misma situación y solo voy a contratar a una” –me dijo en un tono muy serio. “Sí señor, yo voy a procurar no faltar” –dije pero por lo nerviosa que estaba mis manos soltaron unos documentos y cayeron al piso. “Sigue acomodando los documentos preciosa, yo recojo los documentos del suelo” –me dijo. “Gracias señor” –respondí dándole una linda sonrisa cuando me entregó los documentos que había dejado caer. “De nada preciosa” –dijo colocando su gruesa mano en mi cadera pero lentamente su mano comenzó a bajar hasta que sus dedos tocaron mis duros glúteos. Tuve un sudor frio pero no dije nada.

Cuando creí que ya podía salir, el señor Hernández me dice: “Preciosa, se me estaba olvidado comentarte algo”. “¿Si señor?” –le pregunté. “Te vuelvo a repetir, solo una de ustedes se va a quedar con el trabajo” –me responde. Sentí que moría al escuchar eso. “Voy a ser honesto contigo preciosa ¿Te gustaría quedarte con el puesto?” –me dijo. “Sí señor, por favor, honestamente necesito mucho el trabajo”. Respondí y volteé a verlo con una mirada de súplica. “¿Harías cualquier cosa?” –me preguntó. “Pues sí” –respondí dudando. “Me agrada oír eso, si haces lo que te digo el puesto es tuyo y sobra decirte lo generoso que soy con mi secretaria favorita ¿Entiendes?” –dijo él con un tono algo seductor. “Este, sí señor” –dije algo nerviosa. “Ahora quiero que te apoyes tus manos en el escritorio y te inclines” –dijo él y obedecí. Añadió: “Con tu ingreso formal vas a tener derecho a un seguro médico que beneficia a los familiares de mis empleados. ¿Lo sabias?”. “¡Oh! No señor pero eso sería maravilloso para mi madre” –dije muy emocionada. “Me alegro que te agrade eso” -dijo él y entonces comenzó a bajar lentamente su mano derecha hasta que se posicionó en mi glúteo derecho. “¡Ah!” –salió de mis labios al sentir la mano del hombre tocando mi nalga. “¿Ocurre algo preciosa?” –preguntó el hombre tranquilamente. “Yo, bueno, este” –respondí titubeando mientras giraba mi cabeza para verlo y él me da una seria mirada sin despegar su mano de mi nalga. “¿Sabes acaso cual es la clínica que envió a los familiares de mis secretarias consentidas?” –me preguntó. Yo solo negué con la cabeza. La Clínica Las Condes” –dijo él. Yo tragué saliva, sabía que ese lugar era para gente con dinero y con mi sueldo de secretaria no me alcanzaría para pagarlo. Ahí mi madre podría recibir la mejor atención posible. “¿No te gustaría que tu madre recibiera un tratamiento en ese lugar?” –me preguntó. Agache la cabeza y asentí. “Continua apoyada sobre el escritorio linda” –me dijo tranquilamente. Obedecí y su gruesa mano siguió acariciándome la nalga. Me moría de vergüenza al sentir esas atrevidas caricias en mi trasero, pero no dije ni hice nada. Entonces él me preguntó: “Preciosa. ¿Si quieres el trabajo?”. Me quedé callada por unos segundos y finalmente le respondí: “¡Sí señor, por favor!”. “Voy a encargarme personalmente que tu madre tenga los mejores especialistas de la clínica” –dijo él. “Gracia señor, yo voy a…” –pero no pude continuar hablando ya que mis cuerdas vocales se paralizaron por completo al sentir como sus dos manos comenzaban a acariciarme las nalgas con suaves movimientos circulares. Entonces después de unos segundos mi cuerpo pudo reaccionar y con mi mano derecha y temblando de pies a cabeza tome la muñeca del señor. Hernández y con un tono de súplica de le dije: “¡No por favor!”. “¿No? Me pareció que la idea de mandar a tu madre a esa clínica te agradó mucho ¿Sabes? Aun puedo cambiar de opinión sobre a quién contratar. Tú decides” –dijo tranquilamente. Sentí morirme y entonces derrotada agaché su cabeza mientras una solitaria lágrima recorría una de mis mejillas.

Ya estaba con la mierda hasta el cuello, la situación no solo me incomodaba, me sentía sucia, sentía que estaba vendiendo mi cuerpo, aunque era por un bien mayor, me sentía como una puta desesperada que le entregaba su cuerpo al mejor postor.  “¿Por qué mejor no haces lo que te dije linda?” –dijo él en tono de pregunta. Lentamente solté su muñeca y coloque ambas manos sobre el escritorio. Simplemente me quede quieta, ya no tenía caso seguir con esa farsa, las reglas del juego estaban dadas y si quería salvar a mi madre tendría que quedarme quieta, simplemente quieta. “¡Mama perdóname!” –fue lo pensé mientras cerraba mis ojos. El hombre al ver que me tenía literalmente en sus manos sonrió y sus manos acariciaban mis nalgas a destajo. Temblé de pies a cabeza al sentir la ardiente caricia del hombre sobre mi trasero y solamente apreté duramente mis manos en el escritorio, quería gritar y pedir ayuda pero no podía sabía que la vida de mi madre estaba en juego.

Después de un rato de manosear mi trasero, el señor Hernández me abrazó por la cintura con su mano derecha y pegó su erecta verga contra el mis nalgas y me dijo: “Preciosa dime. ¿No te gustaría tener que esperar tanto tiempo? Y bueno no sé, quizás mañana podríamos llevarla a la clínica. Recuerda que su estado de salud es muy delicado y recibir un tratamiento adecuado a tiempo podría salvarle la vida”. Su erecta verga se masajeaba a placer contra mis nalgas, no contesté por unos segundos,  sabía que quizás lo peor estaba por venir y finalmente dije con un tono de resignación en mi voz: “¡Sí señor, por favor!”. Me dio un beso en la mejilla, sabía perfectamente que con lo que le había dicho estaba aceptando todas sus condiciones y por ende, el entregarle mi cuerpo a cambio de salvar a mi madre, había hecho un pacto con el demonio. Finalmente el hombre despegó su erecto miembro de mis nalgas y dejó de abrazarme, me acompañó a la puerta de su oficina y me dijo: “Al final de la jornada laboral vienes a mi oficina ¿Quedó claro?”. Resignada asentí y le respondí: “Sí señor, lo entiendo”. Él me sonrió y me dio una fuerte nalgada en mi glúteo izquierdo, avergonzada bajé mi mirada y salí de su oficina.

El tiempo siguió su marcha, hasta que dieron las seis de la tarde y me despedí de mis compañeros mientras enfilábamos a la salida, pero entonces aproveché para meterme al baño y no salí hasta que las oficinas quedaron desiertas y me dirigí camino a la oficina de mi jefe, con mi corazón latiendo rápidamente al imaginar lo que haría con ese hombre. Toqué la puerta de su oficina y él me dijo que pasara. Al entrar sentí como el jefe me desnudó con la mirada, fue literalmente como entrar a la guarida del lobo. Él cerré la puerta y entonces se puso atrás de mí y me abrazó por la cintura con ambos brazos, forzando a pegar mi cuerpo al suyo, pegando su verga la que ya estaba erecta en mis nalgas, apreté mis dientes y cerré mis ojos, sabía que tendría que dejarme manosear por el hombre, el lugar estaba a oscuras y solo iluminado levemente por la luz de la luna que entraba por la ventana de la oficina, era el ambiente propicio para un degenerado excitado teniendo en sus brazos a una indefensa mujer, cerré mis ojos esperando lo peor y entonces me dijo al oído: “Entonces preciosa, supongo que la última vez que cogiste fue antes que terminaras con tu novio ¿Verdad?”. Me puse pálida cuando escuché eso. No sabía que responderle, entonces me armé de un poco de valor y le contesté: “Este, sí señor, así es”. Sentí un poco de vergüenza, ya que no me gusta hablar de mi vida privada. “Pero de eso ya pasaron casi dos meses ¿Es que no ha aparecido otro hombre en tu vida?” –dijo. “Yo, bueno, después que mi relación terminó me dediqué por completo al cuidado de mi madre y a tratar de solventar nuestra situación económica, mi vida social paso a segundo plano y no poder relacionarme con alguien más” –le dije dando un profundo suspiro. Finalmente eso era una verdad que no podía negar y hasta ahora había olvidado la idea de reiniciar mi vida con otra persona. Él por su parte sonrió, aumentó ligeramente la presión de su abrazo en mi cintura y besándome suavemente en mi cuello mientras me frotaba con más intensidad su verga en mis nalgas me preguntó: “Pero, ¿no has deseado volver a tener a otro hombre encima de ti y disfrutar los placeres del sexo?”. “No, mi prioridad en mi vida ahora es la salud de mi madre señor y no he tenido tiempo de pensar en eso” -respondí agachando la mirada. “Pero aun así. Supongo que en algunas noches han de desear tener sexo ¿No? Supongo que te has de masturbar en ocasiones para calmar tu deseo sexual ¿O me equivoco?” –me dijo al oído con un tono de excitación. Sonrojada solo asentí sin mirarlo, era curioso, si en verdad me había masturbado, pues tener sexo si es algo que he desfrutado pero al terminar con mi novio las cosas cambiaron y no por la frustración del rompimiento, sino porque en verdad mi prioridad era el cuidado de mi madre. “Además, ahora que tu madre va a tener los mejores especialistas que van a curar su enfermedad, supongo que tendrás tiempo para reiniciar tu vida sexual ¿No?” –me dijo al oído mientras besaba de arriba hacia abajo mi cuello. Me quede callada, no sabía que decirle, era verdad, entonces mi jefe me dijo: “Bueno, si no es indiscreción ¿Tu novio disfrutó tu virginidad? ¿O hubo otro afortunado?” -me preguntó excitado mientras seguía frotando su verga contra mis nalgas y me besaba en el cuello, yo temblé ante esa pregunta y contesté tímidamente: “Sí, él fue el primero. Estuvimos juntos desde la secundaría”. A estas alturas hablar de indiscreción de su parte era solo un decir, ya que no podía ser más indiscreto en su trato conmigo.

Jadeando de la excitación y restregando su verga entre mis nalgas intensamente siguió haciéndome preguntas morbosas y yo muerta de vergüenza seguía contestando tímidamente. Ya totalmente caliente por la excitación me preguntó: “¿Te dolió mucho cuando te desgarró el himen?”. “Pues sí, un poco” –le respondí. “¿Gritaste?” –preguntó. “Sí señor” –le contesté. “Pero después, supongo que disfrutaste como te la metía, ¿verdad?” –dijo él. “Sí señor, fue maravilloso” –le respondí. “¿Cuántas veces cogieron antes de terminar?” –me preguntó con calentura. “Casi todos los días ya fuera en su casa o en la mía. Siempre había tiempo para disfrutar del sexo” –le dije bajando la mirada, triste porque en verdad me gustaba mucho coger con mi novio y las cosas que hacíamos eran deliciosas. Se separó de mí, se puso en frente, me tomó por la cintura con sus gruesas manos y suavemente pegó mi espalda a la pared, con una mirada cargada de lujuria acercó su rostro al mío y me preguntó sudando por la excitación: “Y por cierto preciosa, ¿qué tal eres en la cama? ¿Ardiente, pasional, sumisa? ¿Algún tipo de posición sexual favorita?”. Sentí morirme de la vergüenza. Trague saliva y tímidamente le contesté esbozando una nerviosa sonrisa: “Este, bueno, Me gusta el sexo de ambas formas, pasivo y tranquilo, y también pasional”. Sonrió de una manera pervertida, pegó más su cuerpo al mío y me abrazó por la cintura, temblé  por completo al sentir pegada a mi vagina su erecta verga y me dijo: “Preciosa, dicen que recordar es volver a vivir. ¿Sabes? Me gustaría que recordaras ese momento en el cual tu novio estaba tomando tu virginidad”.

Pensé que dejaría de preguntas y me cogería de una vez, total, estaba en su derecho, le había cedido mi cuerpo al aceptar su oferta y solo era cuestión de tiempo para que lo hiciera y por más repulsivo que me pareciera estar en esa situación, lo que estaba viviendo ese instante no se compararía a que si le pasara algo a mi madre. Acercó sus labios a mi oído derecho, podía sentir en mi cuello su caliente aliento y me dijo temblando de excitación al tiempo que comenzaba a frotar lentamente esa verga tiesa contra mi vagina. “Me gustaría escucharte como gemías y lo que le decías a él cuándo te estaba desflorando ¿Si? Piensa que yo soy tu ex novio al momento de estarte haciendo cogiendo” –me dijo el degenerado sujeto al tiempo que comenzaba a besarme ardientemente en mi cuello y jadeaba como un animal en celo esperando ser satisfecho. Quería morirme de la vergüenza ¿Cómo podía pedirme eso? Finalmente cerré mis ojos y di un profundo suspiro y decidí seguirle el juego, sabía que la peor estupidez que podía cometer era mentirle, lo abracé poniendo mis manos en su enorme espalda y comencé a hablar gimiendo: “¡Ah, ah, mi amor despacio, suave por favor! ¡Me duele mucho!”. Al escucharme hablar de esa manera él sacó su verga del pantalón y empezó a masturbarse,  me dijo jadeando por la calentura: “¡Sí! ¡Sigue así preciosa, quiero oírte gemir como lo hiciste cuando tu novio te cogió por primera vez!”. Lo abrecé con fuerza y gimiendo le decía al oído: “¡Ah, mi amor, mi concha me duele! ¡Oh, se siente rica tu verga! ¡Métemela y hazme gozar!”. “¡Dios! ¡Sigue, sigue así preciosa!” –dijo el maldito mal nacido jadeando y masturbándose. Continué siguiéndole su degenerado juego y con voz caliente le dije: “¡Qué rico me coges mi vida! ¡Quiero toda tu verga dentro!”. El bastardo gemía de la excitación y seguramente imaginándose que en ese momento me estaba desgarrando mi himen. Así, durante casi 5 minutos él disfrutó de mi cuerpo y me dijo entre sus pervertidos jadeos: “Quiero que gimas de dolor cuando te rompió el himen. ¡Hazlo por favor!”. Cerré mis ojos, eche para atrás mi cabeza, el me beso con más intensidad en mi cuello y seguí con mi actuación: “¡Ah! ¡No, me duele, me duele mucho!”.

Ya para entonces el bastardo estaba acabando, dejando su semen en el jeans que tenía puesto como muestra de su calentura, siguió pegado a mí como poseído, me lamía y besaba mi cuello. Siguió así por un buen rato más hasta que al parecer se cansó, yo por mi parte también respiraba agitadamente debido a que mi cuerpo ansioso por reaccionó humedeciéndome para mi sorpresa la vagina y poniendo duro mis pezones. Me sentía caliente pero a la vez sucia, era un mar de contracciones, las ganas por coger me habían traicionado y como muy bien dijo el jefe recordar es vivir, y tenía razón, recordar ese momento fue erótico y lascivo. “Gracias preciosa, esto fue delicioso. ¿Me imagino que te gustó recordar esa noche en donde fuiste cogida por primera vez?” –me dijo jadeando al oído, avergonzada le di una pequeña sonrisa y tuve que decirle. “Sí, fue algo especial”. Esta vez su morbo se encendió más y me desnudó por completo y me acostó sobre el escritorio, en ese momento pensé que me cogería y yo también tenía ganas de que lo hiciera, la humedad en mi concha era demasiada para disimular. Me miró como un lobo hambriento y me dijo: “Por cierto preciosa, ¿sangraste mucho?”. ¿Es que la morbosidad de este sujeto no tenía fin? Pensé muy enojada mientras contenía el esfuerzo de acomodarle un rodillazo en su porquería que se estaba a centímetros de mi vagina, di un profundo suspiro y cerrando los ojos le dije: “Sí señor, sangre mucho”. No entendía porque no cogía de una vez y sellábamos el trato. Ya su juego me estaba cansando y lo único que quería era que se decidiera de una vez a cogerme o a dejarme ir. “¡Qué maravilla, sin lugar a dudas hiciste muy feliz a tu novio?” –me preguntó. Me dio un beso metiendo su lengua en mi boca. Cuando terminó, asqueada solo dije mirando al techo de la oficina: “Sí, supongo”. Entonces sus gruesas manos se aventuraban a mi vagina que palpitaba, comenzaron a bajar lentamente deslizándose y me tocaba con movimientos circulares, apreté mis dientes y cerré mis ojos buscando soportar esa sucia caricia, sabía que no podía oponer resistencia si quería salvar a mi madre y mientras continuaba manoseándome me dijo completamente excitado: “Ahora dime preciosa, ¿también te la metió por el culo? ¿Lo hizo? ¿Verdad? Con semejante culo que tienes solo un perfecto imbécil no desearía cogerte por ahí”. Ganas de matar a este cerdo degenerado no me faltaron pero tuve que tragarme mi orgullo y contestar su pregunta, sabiendo lo iba a hacerme, resignada dije: “Si señor, también me cogió por el culo”. “¿Te dolió mucho?” –me preguntó. “Giré mis ojos y le contesté: “Sí, mucho”. “Dios, pero no puedes culparlo, tu divino trasero es una invitación para cogérselo” -dijo y entonces hizo lo que tanto temía, me tomó de las caderas y puso mis piernas en sus hombros y pegó su verga en la entrada de mi culo diciendo: “Vamos a recordar ese momento en que te abrió el culo ¿Si? Quiero que jadees y repitas lo que dijiste a tu novio cuando te estaba dando verga por el culo ¿Si?”. Moví la cabeza en forma negativa, solo pensando que esto solo era el comienzo de las perversiones que me tendría que dejar hacer por este sujeto y lo que más dolía era que el maldito me iba a coger el culo. Fue entonces que abrí mis ojos y boca como platos al sentir el duro miembro del hombre ponerse en medio de mis nalgas y cuando me dio el primer empellón al mismo tiempo que se tomaba de mis caderas, pude sentir como su verga se metía completa en mi culo y me dijo: “Vamos preciosa, quiero escuchar como gemías cuando tu novio te estaba dando verga por el culo”.

Resignada, suspiré y comencé a recordar mi primer anal y con mucha vergüenza moví mi culo de forma erótica y dije: “¡Ah, no mi amor, así no! ¡Me duele! ¡Dios, no creo poder soportar el dolor si me la metes toda!”. “¡Oh Dios! ¡Sigue, sigue preciosa!” –dijo mientras me cogía con más fuerza. Me estaba dando duro como nunca antes, me dolía el culo pero ya me había entregado a las ganas de coger y lo estaba disfrutando como si estuviera viviendo el momento. “Era obvio que lo que le decía lo estaba calentando mucho, por eso ese ímpetu salvaje al darme su verga. “¡Oh Dios, métela suave, mi culo es muy estrecho y me lo estás desgarrando! ¡Ya no, por favor! ¡Ya me la metiste toda, puedo sentir tus testículos chocando en mis nalgas!” –le decía recordando ese momento. Aunque no puedo negar que igual estaba caliente y me apretaba las tetas en cada embestida que me daba. Sus gemidos y respiración eran más intensos, él también estaba viviendo el momento como si fuera el protagonista de la escena. Así por varios minutos el maldito degenerado disfrutó de mi culo, incluso me hizo acabar de manera exquisita, pero él nunca lo sabría, no lo daría ese placer, de seguro pensó que fue parte de lo que decía al estar cogiendo con mi novio. Al fin descargó su verga en mi culo, dejando lleno de semen. Jadeando y feliz de la vida me dijo: “Gracias preciosa, fue maravilloso esto. ¿Te gustó recordar ese momento?”. “¡Sí señor, me encantó!” –le dije. “Si te pones la tanga se va ensuciar con mi semen, por favor quítatela y si no es mucha molestia quisiera tenerla de recuerdo” –dijo en un tono degenerado. Quizás cuantas tangas de las que trabajan en la oficina tendrá de recuerdo y una más no haría mucha diferencia. Haciendo un esfuerzo por no matarlo obedecí, le entregué mi prenda más íntima, él sonrió y la guardo en su bolsillo, luego me ayudo a ponerme mi jeans, me sentí incomoda al no usar tanga, me subió el cierre y me abrochó el botón del pantalón y entonces colocó su mano derecha en mi culo y comenzó a frotarla, buscando que su semen se impregnara a la tela, tal como había sucedido cuando eyaculó masturbándose. “¡Maldito degenerado!” -pensé mientras lo hacía y lo peor, sabía que esto solo el principio de las perversiones a las cuales la sometería. Le pedí que me dejara ir al baño para lavar mis manos y el asintió. “Vámonos preciosa” –dijo tomándome por la cintura cuando terminé.

Salimos de la oficina y nos dirigimos al estacionamiento. Al caminar podía sentir la viscosidad de su semen en mi culo completamente empapado, él se dio cuenta y sonrió, era obvio que estaba excitado por haberme cogido en su escritorio y que además era un depósito andante de su semen. Subimos a su auto y tomamos rumbo a mi casa. Pensaba en lo sería mi futuro con ese pervertido.

  

 

Pasiones Prohibidas ®

sábado, 22 de marzo de 2025

98. Disfrutando a mi vecina en pandemia


Durante el encierro por el COVID se han dado todo tipo de situaciones sexuales, no hay duda. A mí en particular se me dieron tres. La primera comenzó una tarde cuando fui a la lavandería del edificio donde vivo y me encontré con una vecina de  mí mismo piso. Solo nos habíamos cruzado un par de veces, siempre saludos cordiales pero nada más. Yo sabía que vivía en el departamento “C” y nada más. “Hola, ¿cómo estás?” –la saludé mientras ella sacaba la ropa de la secadora. Hola, como ves, disfrutando salir por lo menos del departamento” –dijo en alusión al encierro forzado que nos hacía tener el gobierno. “Si, es frustrante” –dije mientras ponía mi ropa en la lavadora. “Sí, para colmo mi pareja está en el exterior, no puede regresar” –dijo, para mi fue sorpresa por un comentario tan personal. “Me imagino, ojalá que pronto podamos regresar a nuestra vida normal” –dije educadamente. “Chao, nos vemos” –dijo ella y se fue.

Me quedé a esperar que se lave la ropa y cuando terminó al ponerla en la misma secadora que ella había usado, encontré una tanga minúscula, casi un hilo. La tomé, puse mi ropa y fui hasta su departamento para entregarla mientras se secaba la mía. Toqué a su puerta y ella abrió. “Hola nuevamente. Encontré esta prenda en la secadora que usaste, por lo que supongo que es tuya” –dije entregándosela. Ella al verla se ruborizó. La tomó entre sus manos como queriéndola ocultar. “¡Qué vergüenza! Sí, es mía. Gracias por molestarte en traerla” –dijo aún ruborizada. “Por favor, no fue molestia. Nos vemos” –dije. “Espera, somos vecinos y ni se tu nombre. Yo soy Pía” –dijo extendiéndome la mano. “Es cierto, así es la vida ahora, vecinos y ni sabemos nuestros nombres. Soy Marcelo” –le dije estrechando su mano. “Un gusto Marcelo. Y gracias nuevamente” –dijo con una sonrisa. “No tienes porqué agradecer, peor hubiese sido encontrar los calzones de la mujer del quinto piso” –le dije sonriendo. Ella largó la carcajada. “Eres muy malo, pobre mujer” –dijo riendo.

Pasaron un par de días y estaba por salir a hacer las compras cuando ella bajaba del ascensor trayendo ropa de la lavandería. “Hola, ¿necesitas que revise la secadora?” –pregunté sonriéndole. “Hola, no me avergüences más. Revisé dos veces” –dijo poniéndose colorada de nuevo. “Voy a hacer algunas compras, al supermercado y a la farmacia. ¿Necesitas algo? Digo, así no te expones” –le dije. “Gracias Marcelo, no, por ahora nada que puedas comprarme” –dijo poniéndose más colorada. “En serio, no tengo problemas.” –le dije. “Es que es un producto femenino, y…” –dijo sin terminar. “¿Y un hombre no se atreve a comprarlo? No es mi caso, pero no quiero incomodarte” –le dije con una sonrisa cordial. “¿En serio no tienes problemas? A mi pareja ni loca le puedo pedir” –me dijo. “¿Chico, mediano o grande?” –pregunté. “Mediano” –respondió. “Ok. En un rato te los llevo” –le dije y salí a comprar. Cuando volví, dejé mis cosas en mi departamento y fui a llevarle su pedido. “Mil gracias Marcelo, pero pasa, por lo menos te tengo que invitar un café por el favor” –dijo con una sonrisa. Entré al departamento, era de tres ambientes muy bien arreglado. “Siéntate, ¿prefieres café, un jugo, té?” –me repreguntó. “Café por favor” –le respondí. Charlamos bastante, me contó que su pareja hacía 4 meses había viajado a EEUU por la empresa y no podía volver, que ella era diseñadora gráfica y trabajaba desde su casa. Yo por mi parte, que era soltero y también trabajaba desde casa. Después la conversación fue al tema dominante, el COVID, la economía y otros. Cuando me iba me dijo: “Espero que no te incomode lo que voy a preguntar: ¿Quieres venir a cenar? Hace mucho que ceno sola y así por lo menos se hace menos pesada la situación” –dijo con algo de dudas. “Sí, claro. Yo también llevo meses comiendo solo” –le respondí.

A la tarde fui hasta una panadería y compré una torta de chocolate para llevar. Cuando golpee la puerta y abrió, casi me caigo de espaldas. Estaba con un vestido muy corto y casi transparente. No llevaba brasier, por lo que sus pezones se marcaban a la perfección. “Hola” –dije con la voz cortada. “Hola, pasa Marcelo, ya conoces, ponte cómodo” –dijo. “Gracias. Espero que seas golosa, digo, que te gusten los dulces” –dije mientras le daba la torta. “Sí, soy golosa y si me gustan los dulces” –dijo mirándome a los ojos. Tomó la torta y la guardó en el refrigerador. Mientras cenamos me contaba de los lugares que había visitado en sus vacaciones, donde pensaba irse en las próximas y su sueño de conocer el caribe. Estábamos en eso cuando sonó su celular, miró la pantalla, bajó el volumen de la llamada y dijo: “No es momento”. Dejó el celular en la mesa. Mientras lo hacía pude ver que la llamada era de “AMOR”. Durante la cena tomamos una botella y media de buen vino. Al final de la cena Pía parecía estar algo alegre por el vino. “Te parece si nos sentamos en el sillón, bajamos un poco la comida y luego comemos a esa torta” –me dijo. Estuve de acuerdo y nos sentamos. Cada momento Pía se soltaba más. “Hace dos años, fuimos a Cancún, hermoso lugar. Toda la semana de fiesta. Mi pareja volvió destruido. Había tantos hombres lindos, y bueno, en la noche lo agarraba a él. Aunque una tarde” – dijo y guardó silencio. “Dale, no dejes de contarme” –le dije con curiosidad. “Es que, bueno, salí de la piscina para ir a buscar una crema a la habitación y en el ascensor subí con una pareja colombiana. Ella una bomba, pero él, un dios Griego, te juro. Antes de darme cuenta le estaba chupando la verga y la chica metiéndome mano sin parar. El hijo de puta paró el ascensor entre dos pisos hasta que lo hice acabar con mi boca. Volvió a hacer andar el ascensor y me bajé en mi piso con una calentura que no te das idea. Aunque me hice tremenda paja, esa noche casi lo maté a mi novio cogiendo”. “Esas son buenas vacaciones” –le dije.

Ella se paró, puso algo de música, fue a buscar la torta, sirvió dos porciones y sin preguntarme nada, dos copas de champagne. “Esta torta esta genial, bien dulce, como me gusta” –dijo mientras levantaba su copa para brindar. “Y tú, Marcelo, ¿supongo que tendrás tus historias?” –me preguntó. “No te creas. Hace rato que no estoy de novio” –le respondí. “Ah, ¿o sea que yo sería la única infiel entonces?” –dijo mirándome fijamente mientras se levantaba y tomando mi mano para ponerme de pie. Comenzó a bailar muy sensual o sexualmente pegada a mí, mientras sus brazos rodeaban mi cuello. Me quedé sin palabras. Ella apoyó su cabeza en mi hombro y comenzó a morderme y chuparme el lóbulo de la oreja, sin dejar de frotarse contra mi cuerpo. Mi verga se paró de inmediato y ella lo notó, haciéndomelo saber con una sonrisa mientras miraba mi pantalón. “Ni pienses que estoy borracha, pero algunos hombres se asustan si la mujer toma la iniciativa” –me dijo sonriendo. Se puso de rodillas, desabrochó mi pantalón y se puso a chupar mi verga. Lo hacía de maravilla, pasaba su lengua y la metía toda en su boca, para después chupar mis testículos y masturbarme. Estuvo un rato, hasta que se paró y sin soltar mi verga me guió a su dormitorio. Entramos y ella se sacó el vestido quedando solo con la tanga que yo había encontrado en la secadora. “¿Te acuerdas?” –me preguntó haciéndose la inocente. “Por supuesto” –le dije y la hice tenderse en la cama. Me terminé de quitar la ropa y fui directamente a su concha con mi boca. No había pasado un minuto que ella gemía como loca y tiraba de mis cabellos. “¡Qué lengua más pervertida tienes hijo de puta! ¡Me vuelves loca lamiéndome y metiéndola en mi concha!” –me decía. Me puse arriba de ella haciendo un 69 y ella se prendió a mi verga como loca. Yo levante sus piernas y la penetraba con mi lengua sin parar. “¡No pares, por favor, no pares!” –decía entre gemidos. Por supuesto que no paré hasta que tuvo un orgasmo. Después mi lengua se puso a jugar con su ano, sus gemidos se hicieron más fuertes y sus labios apretaban mi verga con todo. “¡Ay Marcelo, ya me tienes muy caliente” –me dijo sin parar de gemir. Mi lengua empezó a entrar en su ano y ella apretaba mis nalgas mientras hundía mi verga hasta su garganta. Le ensalivaba su orto, metí mi dedo índice en su culo. “¡Me vas a hacer mierda!” –dijo. Lo comencé a sacar muy lentamente. “¡Ni se te ocurra sacarlo! ¡Deja ese dedo donde está!” –dijo en tono sensual. Volví a metérselo ahora completo, ni bien sintió que había entrado todo, tuvo otro orgasmo. Yo jugaba con mi dedo mientras chupaba su concha y humedecía otro dedo en su concha. “No puedes ponerme tan caliente, me sacas orgasmo tras orgasmo desgraciado.” –dijo mientras le enterraba dos dedos en su culo. Estuvimos un rato más así, hasta que la puse en cuatro. Estaba por enterrar mi verga en su caliente vagina cuando vi un consolador sobre el velador. Ella me miró tomarlo y no atinó a decir nada, ya lo tenía ensartado en el culo y mi verga en su concha. “Para lo que haces, no aguanto tanto placer” –dijo. No le hice caso y aumentaba mi velocidad, mientras le daba alguna nalgada. Mi verga ocupaba cada centímetro de su vagina. Cuando acabé, ella me siguió con un orgasmo brutal. Mi semen salía de su vagina y ella la juntaba con su mano para luego chuparla. Cuando saque mi verga, también salió el consolador. Me acosté y ella se tumbó a mi lado. “¡Me hiciste gozar con todo! ¡Eres una bestia en la cama!” –dijo.

Ella trató de levantarse para buscar champagne y se tuvo que apoyar en la pared por los temblores en sus piernas. Tomamos más champagne y me dijo con una sonrisa traviesa: “Si no te molesta, voy a necesitar que vengas a cenar una o dos veces por semana, mínimo”. “No tengo ningún problema, te aseguro que va a ser un placer. Por lo menos hasta que vuelva tu novio” –le dije. “Cuando vuelva, yo te visitaré” –dijo mordiéndose el labio.  Un rato después, me comenzó a chupar la verga. Me miraba y su calentura subía cada instante. De pronto, giró un poco, dejando su culo a mi lado. Tomó su consolad0r y de a poco se lo metía por el culo. “¡Que fácil que entra! ¡Sí que me lo abriste desgraciado! Nunca lo había probado por acá. Me pone loca chuparte la verga, masturbarte y mostrarte como me meto mi consolador en mi orto. ¡Estoy poniéndome muy puta!” –me decía. Puso dos almohadas en la cama y se acostó boca abajo, con su culo empinad y mostrándome como se metía y sacaba el consolador. Me puse detrás de ella y acerqué mi verga su ano, tratando de meterla junto al consolador. “¡Ni se te ocurra! Me vas a reventar el culo” –dijo casi gritando y sacó el consolador. Yo aproveché y le enterré toda la verga de una. Ella dio un grito ahogado por las sabanas y abrió más su culo con las manos. Gemía como loca, pedía más, apretaba sus tetas y mordía las sabanas. Entre más fuerte se la metía, más pedía que no me detuviera. “¡Me tienes tan caliente!” –me decía. No solo ella estaba caliente, también yo y me movía más rápido, quería que se hiciera adicta a mi verga. Sus gemidos eran sin duda música a mis perversos oídos, me encantaba esa forma salvaje de gritar y también esa candente forma de seguir mis movimientos para tener siempre mi verga dentro. A los pocos minutos ya estaba teniendo otro delicioso orgasmo que la hacía resoplar de placer, a los segundo acabé en su culo. Caí sobre ella y por un rato nos quedamos así disfrutando perversamente del éxtasis que produce el placer de una rica cogida. “Marcelo, sí que eres una bestia cogiendo y tienes una pinta de tiernito que asusta. Parece que ni sabes lo que es el sexo, pero le puedes dar cátedra a muchos, incluso a mi novio” –dijo Pía. “No es para tanto, pero igual se agradece el elogio” le respondí.

Esa fue la primera vez de muchas y la puerta a otro tipo de encuentros. No había momento del día en que no estuviéramos cogiendo como locos, casi siempre nos juntábamos en la lavandería y nos poníamos a coger, aun corriendo el riesgo de ser descubierto por alguien, pero eso no importaba, muchos de los vecinos pasaban más encerrados que deambulando por el edificio, lo que era perfecto para que nuestra perversión se manifestara en cualquier rincón. Pía era toda una puta, incluso varias veces cogimos cuando ella hablaba por teléfono con su novio y le decía que se estaba masturbando pensando en él, aunque era yo quien le arrancaba esos endemoniados gemidos que el cornudo pensaba eran por él.

 

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